Cómplices

Jueves, 5 de mayo de 2011

Pudiera parecer que uno camina el mismo sendero cada jornada, cuando toma la misma dirección, cuando sus pasos atraviesan las mismas calles, por las mismas aceras… Pero no es cierto, o no es cierto del todo…
Nunca se recorre el mismo camino, aunque no nos percatemos de ello. Hay tantos cambios, sutiles como la brisa y la luz que la envuelven, que el asfalto, el adoquín, los ladrillos o el revoco de las paredes, las torres de las iglesias, el perfil del horizonte…, son como un decorado.
De pronto (han pasado apenas tres, cuatro días, desde la última vez que cruzamos la misma zona), un pintor ha acudido desde no se sabe dónde para esmaltar con colores el lienzo sobre el que me desplazo. Ha realizado un estudio perfecto sobre los matices del violeta, desde el morado más próximo al azul, hasta el lila tímido que se quiere camuflar en el rosa. Uno, con esa torpeza que los urbanitas tenemos para las cosas de la naturaleza (que son las más importantes), pensaba que allí sólo había hierbas. Y quizá sean plantas herbáceas, yo qué sé… Pero resulta que han estallado, que ha decidido celebrar su particular carnaval. La flor morada de los cardos es una de las que más me llama la atención, una de las que más me hace pensar. Me parece hermosa. Siempre me lo pareció en primavera. Tan redonda, tan nítida, tan perfecta en su esencialidad circular… Y sin embargo, con qué crueldad se defiende. Quizá sabedora de su hermosura, ha optado por elevar sobre sí un parapeto de púas, casi impenetrable... A veces hay bellezas que se muestran con ese muro infranqueable y a uno le hacen desistir de la aproximación y, sin embargo, se dice, quizá sólo haya tanta fragilidad y tanto miedo que por eso ante sí ha levantado una empalizada erizada de afiladas defensas… También he descubierto flores azul casi cobalto, intensísimo, y otras casi fucsia cuya imagen es similar al de un cono formado por bolitas, y algunas amapolas distribuidas como señales de peligro acá y acullá, aisladas como eremitas, y en algún rincón, como un rebaño, se acumulaban las florecillas humildes de color malva que combinan espléndidamente con el verde intenso predominante en mi retina, mientras se abrazan a flores amarillas que coronan un tallo más largo que el del resto, como si fueran pequeños parasoles para algunas… Qué decir de los castaños de Indias –tan abundantes por esta ciudad-, que ya no son como inmensos paraguas verdes abiertos, sino que semejan, más bien,  lámparas condecoradas con bombillas blanquecinas como espuma, de tan henchidos por sus flores casi anacaradas en cuyo centro resalta el róseo, como piedra preciosa… Pero si las pupilas deciden despegar hacia el viento, descubro el vuelo del arabesco negro de los vencejos llegados con el inicio de mayo, como si al alcanzar esta hoja del calendario, se hubiera abierto un portón y hubieran escapado de algún desconocido habitáculo; o me rodea el vuelo de insectos que hace unos días eran mera ausencia, o descubro el planear urgente de dos águilas ratoneros, acaso ocupados en algo más interesante que el mero vuelo.
Y si la vista atiende a tanto detalle nuevo, los oídos parecen radares inquietos intentando distinguir todas las nuevas melodías que las aves –siempre invisibles mientras cantan, siempre insaciables en su tarea canora- emiten en conversaciones a las que, para mi desgracia no puedo dar interpretación… Nuevos trinos, espectaculares silbos, ávidos gorjeos, piídos impacientes...
Y así la caminata hasta mi ciprés (desde donde la ciudad es navío a contraluz), es un almidonar el ánimo, un poco sombrío, después de haber comprobado que en nuestra especie, esa supuesta cúspide de la naturaleza, los carroñeros abundan más, mucho más, de lo que uno sospecha, y sospecha mucho… Con un agravante, cada vez acrece el número de individuos de esa especie.
Si después del paseo me llaman al teléfono para pedirme más libros del poemario en una librería, y me demuestran entusiasmo por Oscurece en Edimburgo y por los próximos actos que haremos en esta ciudad, uno se da cuenta que la tercera parte de la jornada no ha servido para casi nada, pero que es inevitable, aunque sólo sea para ensalzar más la plenitud de la tarde…
Ya me faltan muy pocas horas para que transite –esta vez, sí- por lugares absolutamente nuevos para mí. Llevo el encargo de disfrutar con las presentaciones y los recitales en Lleida, y procuraré hacerlo, y después, procuraré contarlo.