Cómplices

Lunes, 23 de mayo de 2011

Pues no, no escribí nada anoche… Los números y las informaciones se dedicaron a danzar dentro de mi cabeza, y no hubo manera de hilvanar alguna frase con un mínimo de coherencia.
Y es que uno no puede evitar sentirse parte del mundo, por mucho que no se mueva de su casa, o se mueva tan poco. Como diría el poeta francés, quisiera ser sublime sin interrupción; pero para alcanzar tal estado, quizá uno tenga que convertirse en gas, en puro gas, y mientras continúe escuchando el fluir de mi sangre, mientras sienta frío o calor, sed o hambre, mientras pretenda convertirme en caricia o ser la superficie de una, no puedo ser sublime; ni quiero. Soy como de arcilla porosa e impura, soy como uno de esos guisos en que hay un poco de todo. Y como ese barro, a pesar de su rotundidad aparente, soy frágil, propenso a fragmentarme en cualquier momento. Y al mismo tiempo soy permeable, lo que me produce alta dosis de dispersión o, por decirlo al modo optimista, presto atención a demasiados asuntos, tantos que, al final, no atiendo a ninguno como debiera.
Y todo esto para confirmar que los resultados de las elecciones de ayer me dejan con tantos interrogantes que parezco el enunciado de una encuesta oficial, de esas que el INE hace sobre los más variados asuntos. Soy una pregunta continuada. Y es que, además, algunas posibles respuestas, se asoman tanto a la cornisa de un precipicio que más parece estar ya en volandas sobre él. No se me malinterprete. Los resultados son tan claros que son transparentes, nadie puede aducir nada, pues la decisión está tomada con más libertad que nunca, porque probablemente nunca se había hablado tanto de estas cuestiones. No hay por qué buscar tres pies al gato. Ni siquiera conviene. Ni conviene olvidar que salvo la muerte, nada es nunca eterno, ni el éxito ni el fracaso. Ni convendría olvidar que unas elecciones son el encargo para que alguien gestione durante cuatro años el bien público, o bien común, no convertirlo en parte de su propio predio.
Llevamos tiempo en una situación compleja y difícil, pero a medida que transcurren los días (ni siquiera hacen falta meses o semanas), tengo la impresión de que se embrolla todo un poco más. Quizá ayude poco a desovillar esa madeja intrincada el frenesí de esta época. Quienes piensan, quienes debieran pensar y transmitir sus ideas, se tienen que conformar con emitir píldoras concentradas y apresuradas, a modo de consignas o titulares que, por ser tan resumidas, en no pocas ocasiones empujan hacia la confusión; son como pedradas sobre vidrios. Y no es que critique a quienes las elaboran, pues entiendo que de lo contrario, es decir un análisis amplio, sosegado, matizado, incluso prolijo, nadie les escucharía. Estamos enfrascados en un mundo de titulares, y no todas las personas están preparadas ni tienen el don para dictar la esencia de un pensamiento complejo y poliédrico en un par de frases a lo sumo. Parece que estuviéramos rodeados de alquimistas o cocineros cuyo afán es reducir un cocido (con su sopa, garbanzos, verdura, carne, tocino, chorizo y relleno) hasta el extremo de que su esencia quepa en una cucharadita de moka.
Y, paradójicamente (o no tanto), quienes debieran transmitir mensajes nítidos, contundentes y sencillos suelen ocupar muchos minutos en rodear la frase, inventar circunloquios, huir del contenido, fijarse en el color de la carrocería y no en el motor del coche. A lo mejor sucede así porque, en realidad tiene poco que decir… o nada.
En definitiva, es la perversión del lenguaje. Unos tienen que ser conceptistas como Boscán, sin serlo; están obligados a ser cerilla, cuando debieran ser luminaria. Otros son culteranos como Góngora, sin serlo; parecen hoguera, cuando debieran ocupar nuestra atención menos que un castillo de fuegos de artificio.
Y uno, un poco apesadumbrado y otro poco molesto, vuelve sus ojos hacia quienes quiere, hacia quienes de verdad le preocupan, y se da cuenta que es todo injustísimo y lacerante. Las mejores generaciones de nuestra historia están a punto de convertirse en los parados o subempleados más ilustrados del mundo, si es que no lo son ya.
“Nuestros hijos no esperan el silencio”, quise escribir el otro día en la acampada del Acueducto. Me salió otra cosa, parecida, pero no exacta.
Entre todos (por inercia, desconocimiento o convicción), nos hemos convertido en mercancías, en clientes, en números deudores, en potenciales consumidores, en índices de audiencia, en votantes, en cotizantes… Y mientras recorríamos el camino que nos ha llevado hasta esta cárcava, muy pocos avisaron de lo que había por delante; al contrario, se nos engañó (o nos dejamos engañar), se nos narcotizó (o nos dejamos narcotizar) con falsas palabras, con entretenimientos insustanciales, con trucos de prestidigitación, con una especie de ensalmo tántrico llegado desde el corazón del imperio. Y nadie se fijó en lo importante, en lo básico: pretendían despojarnos de nuestra esencia: ser personas. (Nótese que no uso otro posible sinónimo, nótese que con este paréntesis subrayo la palabra).
Quizá sea una de las horas más complejas de la historia de esta civilización. Quizá como muchos barruntaban, se acerca un cambio más sustancial de lo que parece (y no hablo ahora de España, o no hablo sólo de España).
Los mercaderes con traje y corbata de seda continúan sonriendo, siguen frotándose las manos. Ellos laboran en silencio, sin pausa, con denuedo. Y para ellos sólo somos una parte ínfima del trazo de un porcentaje. A ellos no les duele casi nada, nunca.
Lo que no saben es que algo ha empezado a cambiar. De lo que aún no se han percatado es que, como ocurría en el viejo cuento, la gallina de los huevos de oro ha muerto exhausta. O quizá haya ocurrido otra cosa, y es que por más huevos que ponga la gallina, no tenemos con qué comprarlos.
Aunque quizá esto es lo de menos, pues los huevos de oro no son buenos ni para rebozar el relleno del cocido.