Cómplices

Sábado, 14 de mayo de 2011

Mis párpados no soportaban la presión del día, una jornada en la que apenas recorrí las mismas cuatro o cinco calles, quizá tres o cuatro veces, y, sin embargo, tuve la sensación de recorrer el mundo entero en todo su ecuador… El sueño se aferraba a mi cerebro y a mis pestañas, como esos monos que parecen adherirse a la corteza de los árboles y da la impresión que de allí no les sacará nadie. Tenía la intención, inútil, de dejar anotadas las impresiones de la jornada, pero también intuía que se trataba de un esfuerzo tan estéril como pretender almacenar en alcuzas la luz de las estrellas. Lo intenté y no fue posible.
Ahora, después de un rato en que espero que mi frente se levante del sopor que aún la inhabilita para hilvanar pensamientos y palabras, creo que diré lo que pensaba decir anoche. En realidad no es mucho, pero es tanto. En realidad no es nada, pero lo es todo. Una llamada de teléfono que ayuda mucho más que cualquier medicina; un paquete postal sobre la mesa: al fin llegaron los libros; sentirme parte del mundo al contar lo que me importa; dos efes ininteligibles al principio, que en pocos minutos se tornan un abrazo inesperado; una conversación entre comidas, donde alguien se interesa por mis libros; una mirada azul con el brillo de la ilusión, casi infantil, no muy al fondo, mientras abraza nuestra novela; otra mirada de librera azul, convencida de que ante sí hay algo importante, emocionada porque ve surgir algo distinto del túnel del marasmo; un montón de versos, como ramos de lágrimas, arrojados al recuerdo de uno de los nuestros que se fue antes de acabar los poemas que tenía encomendados; el recuerdo escrito de las palabras de una amiga sobre mis pobres versos; y como la respiración del universo, entre medias de todas estas cosas –tan pequeñas, tan florecillas blancas-, siempre su sonrisa –quizá un tanto melancólica-, y sus manos cálidas apretando mi brazo como si en realidad aupara mi ánimo... En fin la vida es su misión de experta cirujana suturando la herida, evitando que la sangre se me escape a borbotones y me convierta en un cadáver inquieto.