Cómplices

Sábado, 21 de mayo de 2011

Llevo varios días, casi una semana, en volandas del viento de los acontecimientos que aún no quiero calificar, quizá porque no sepa calificarlos. Es fácil caer en la trampa de las grandes palabras, porque todo lo que está sucediendo en nuestras plazas remite a pensamientos que empujan hacia las cumbres. Hacía tantos años que no ocurría algo semejante, si es que alguna vez había pasado.
Y tampoco quiero convocar a los vocablos contundentes por una cuestión casi supersticiosa, no vaya a ser que al traerlas a mis líneas todo este afán comience a resquebrajarse. Es aún una criatura poco curtida en los avatares de una existencia complicada y repleta de acechanzas: demasiadas fieras insaciables muestran sus colmillos afilados como segures, dispuestas a saltar y desgarrar su yugular cargada de sangre fresca y apetitosa.
He empezado varias veces torpes líneas queriendo bosquejar mis impresiones necesariamente incompletas, pero no he podido: he estado distraído con lo que otros decían y escribían, con los que otros –más diestros que uno mismo- exponían. Y cuando mis palabras ocupaban su posición dentro de una frase, en realidad ya se habían marchitado, porque mi atención estaba más pendiente de no perder los latidos que se escuchaban allá, en el kilómetro cero del futuro, en esa Puerta del Sol desde donde han de arrancar las nuevas propuestas que devuelvan a la democracia su verdadero significado.
Al contemplar la muchedumbre apiñada en la Puerta del Sol, me venían a la cabeza preguntas sin respuesta, ilusiones sin fronteras, sueños sin cadenas. Pero al mismo tiempo, y acaso por lo mismo, sentía la confusión y el vértigo que producen las situaciones de encrucijada (seguiré sin subir al pedestal de la grandilocuencia, aunque me lo pidan los dedos que se lanzan en modo automático hacia ciertos vocablos solemnes como un monumento).
Existen demasiadas ilusiones latiendo al unísono en todas las plazas de tantas ciudades, porque esa indignación de la que se parte ha encontrado una vía de escape más allá de la mediocre resignación a la que parecíamos destinados. Alguien se ha dado cuenta de que antes de sucumbir, todavía nos queda la opción de recuperar lo que nunca debimos regalar, porque es nuestro, porque a los políticos no sólo les elegimos, sino que les elegimos para que sean nuestra imagen, nuestras manos, nuestros representantes; porque a los banqueros ni siquiera les elegimos, les pagamos para que custodien nuestras exiguas rentas y si pueden las hagan crecer algo, no para que se enriquezcan y ocupen la mesa presidencial. Cuando yo nombro un representante ante los tribunales o para una junta de vecinos, sólo estoy diciendo que esta persona va a obrar como yo lo haría.
No voy a entrar en las disquisiciones y consecuencias a que me llevan las anteriores palabras, porque tendría que volver a borrar todo lo que antecede, ya que se convertirá este texto en una selva intransitable; pero sí anotaré, al menos, que en el preciso instante en que soy consciente de que mi representante deja de actuar como yo lo haría o, ante la duda, no consulta su siguiente paso, de inmediato revoco mi confianza. De inmediato busco a otro representante o, mejor aún, me represento a mí mismo. Y esta es la parte de la historia en la que estamos.
Quizá la culpa haya sido nuestra, porque durante demasiado tiempo nos hemos conformado con encogernos de hombros, con mirar a otra parte, con preocuparnos tan sólo de lo inminente, de lo inmediato, de lo más exclusivo. Quizá había tanto que nos hemos convertido todos en demasiado egocéntricos. Es probable que si hubiéramos empleado parte de nuestro tiempo, de nuestra energía, de nuestra valía, de nuestras cualidades en las cosas del bien común, si no hubiéramos dejado nuestros asuntos en manos sólo de los profesionales de la política, quizá estos no se habrían apropiado de lo que es nuestro, de nuestro destino. Demasiada comodidad por parte de los ciudadanos, comodidad alentada –cómo no desde quienes recibían con alegría esta abulia colectiva-.
Ahora pienso que la libertad exige esfuerzo, que la democracia exige el compromiso de lo cotidiano, que a veces se pide transparencia, y, en realidad, lo que habría que hacer sería oír, leer, preguntar, informarse… ¿Por qué si nadie extiende un cheque en blanco, por mucho que nos prometan no robarnos, sí entregamos cuatro años de nuestro destino colectivo como si ese destino fuera de otros? ¿En qué instante se hizo carne la perversión de que lo que hacen los políticos no tiene nada que ver con nuestras vidas?
No dudo que fueron ellos –los políticos- los más interesados en conseguir que ese mensaje floreciera como una mala hierba en nuestras conciencias, pero ha sido nuestra apatía y nuestra falsa comodidad la que nos ha traído hasta aquí. Sin embargo, ha llegado el fin de la bonanza económica y ahora nos desgarramos las vestiduras. El hastío ha dado paso al hartazgo, el hartazgo a la indignación, y nos hemos percatado, de pronto, que si está muy mal y es muy feo fabricar y vender minas antipersona, también está muy mal y es muy feo alimentar y tragar con un sistema antipersona, que como las minas, cercena nuestras vidas.
No va a ser fácil reconquistar lo que es nuestro, porque a quienes se lo depositamos, se han apropiado de ello y actúan como si realmente fuera suyo. Pero quizá estemos más cerca que nunca de conseguirlo.
Nunca antes, salvo en los libros de historia o en alguna novela, había vivido lo que viví ayer por la tarde. La plaza, la calle recobró su dimensión de foro, no sólo de pasillo por el que se transita tantas veces tan distraído.
A las ocho de la tarde comenzaba una asamblea en el Azoguejo, a pesar de ese escenario monstruoso que, de pronto había empezado a crecer durante la mañana. Y asistíamos unas quinientas personas. Y yo no era el más viejo del lugar. Y no sólo había camisetas sobre torsos juveniles, había polos, había camisas, había blusas, e incluso alguna corbata y algún bastón y algún chupete. No habíamos llegado a esa hora de pronto, apresurados, desde nuestras casas, como quien acude a una tediosa tarea. Muchos habíamos pasado allí buena parte de la tarde. Esta mirada hipermétrope mía, en concreto, apareció por allí a eso de las seis y media de la tarde. Y aprendió, escuchando, cómo este mismo tipo de asambleas fue el principio de la solución al momento tan dramático por el que atravesó Argentina, cuando sufrió su famoso Corralito. No, no solucionaron nada en concreto, pero sentaron las bases para muchas cosas, como el movimiento cooperativo, como el divorcio con el FMI. Y se hablaba de votos y se hablaba de economía y se hablaba de injusticias y se hablaba de futuro y se hablaba de ilusión y se leían frases, muchas ya vistas y leídas en otras plazas…Y cuando en esa asamblea se leyeron los nombres de todas las ciudades donde la plaza, de nuevo, era un foro, un ágora para la discusión democrática, no pude evitar la emoción instalada en la piel. Al menos cada capital de provincia tenía su propio foro, pero en muchas otras ciudades también había el suyo, y en otros países de Europa o el resto del Mundo… Se podría decir que donde hay dos españoles, hay una asamblea, una petición de cambio radical…
Y al dejar la concentración, al volverme a esta casa, mientras recorría la calle, se filtraban hasta mi cerebro retales de conversaciones en que sin duda el tema era el mismo: ese cambio, esa necesidad de dar una lección a quienes no han sabido ejercer sus tareas de representación. Y más allá, en otra plaza, la que acoge la iglesia de San Millán, otra concentración política, esta vez la de un partido político casi fantasmal.
Pensaba que este movimiento, el famoso ya 15-M, al menos ya tiene en su haber tres victorias. La primera es haber logrado que la política vuelva a ser objeto de nuestras conversaciones, más allá de los partidos políticos y más allá de la confrontación antigua que tanto aburre ya a la mayoría; porque ahora lo que otra vez importa es la esencia de la política. Es como si todos nos hubiéramos puesto a hacer limpieza general, y eliminar las adherencias y la suciedad de tanto tiempo. Su segundo triunfo es habernos demostrado a todos que los jóvenes vuelven a ser quienes enarbolan la bandera de los ideales. Muchos sólo se fijaban en su apatía, en su apoltronamiento –en todo caso no muy distinto del de los mayores-, pero de nuevo han tomado el timón de los acontecimientos. De nuevo en esta sociedad vuelve a estar todo en su sitio. Los jóvenes encabezan la fila de la sociedad esgrimiendo la estrategia de los sueños como único camino hacia el futuro. Siempre ha sido así en la historia. Sólo los ideales han modificado la tozuda realidad, aunque raramente haya sido del todo y en el mismo momento. Y quienes mejor pueden empuñar los ideales son los jóvenes, porque su espalda no arrastra aún mucha rémora, ni en sus corazones hay excesivas adherencias. La tercera victoria es haber convertido los avances tecnológicos, el famoso Internet 2.0, donde la interactividad y la inmediatez global en el cauce imparable que permita lazos de unión entre todos. Como una autopista invisible y erizada de tráfico, donde la información y la ayuda y la opinión y las sugerencias y las consignas ha mantenido y mantiene, a modo de savia electrónica, cada plaza conectada con el resto de plazas; más aún, donde muchos hemos estado en varias plazas al mismo tiempo; más aún donde para muchos todo era una plaza sin fronteras.
¿Cuándo mañana vote, estaré dando carpetazo a las elecciones tal y como se han entendido hasta ahora?
Es probable que así sea.