Cómplices

Viernes, 27 de mayo de 2011

Allí estaban. El viejo salón de actos del Instituto lleno, a rebosar. Casi más personas en pie que sentadas. Y muchas fuera, en el zaguán que antecede a las puertas de entrada. Ellos y ellas, los protagonistas, nerviosos, sonrientes, con todas las emociones a flor de piel. Han concluido esta misma mañana los últimos exámenes del curso. Se podría decir que han dado carpetazo al segundo de bachillerato, y esperan que su PAU, o sea nuestra Selectividad, les sea propicia como suele acontecer en la inmensa mayoría de los casos.
Están todos, ellos y ellas, con los nervios a flor de piel. Es probablemente la primera vez en su vida en que se enfrentan con absoluta independencia y responsabilidad a un momento que puede marcar el posterior devenir de los próximos años, quién sabe si de mucha parte de su vida. Una nota u otra, en determinados casos, puede ser la clave para que realicen sus sueños, o tengan que modificarlos. Nunca es definitivo, porque nunca es determinante una carrera universitaria para la vida de una persona; pero mejor que no empiecen su periplo con ilusiones resquebrajadas. Pero esta tarde lo importante era la ilusión, la fiesta, el reconocimiento de haber alcanzado una meta. Se trata de abrir un paréntesis en esta frenética actividad de estudio y exámenes en que se convierte este curso. El paréntesis de la fiesta que se llama graduación y que volverá a cerrarse, sin solución de continuidad, el próximo martes: otra vez nervios, carreras, sueño, gritos, pequeñas desesperación… Lo normal en cualquier casa donde haya un estudiante preparándose la PAU.
No existía esta parada en mi tiempo. Es cierto que el último curso de nuestro bachillerato, el COU, era especial y se vivían emociones semejantes a las que ellos y ellas están viviendo. Una montaña rusa para el ánimo que pasa por las simas de cierta desesperación, o por la cumbre de la emoción erizando cada poro de piel. Hoy tocaba subir, tocar las nubes. Y he tenido la inmensa suerte de participar de modo muy directo en el acto, pues gracias a mi hija, me encargaron que escribiera unas palabras en nombre de los padres de los alumnos. Por tanto, no se trataba de hablar sólo por mí mismo, sino, de algún modo, tornarme humilde portavoz del resto de las familias que hemos estado acompañando a nuestros hijos en todo este proceso. Por tanto la responsabilidad era doble. Por una parte la común responsabilidad que se adquiere cuando tus palabras van a ser escuchadas en un auditorio; y por si esto no fuera suficiente, debía intentar que mis letras fueran reflejo del sentir general. Claro que para eso no hay mejor cosa que ser sincero, e intentar ser sencillo y directo.
La consecuencia más importante de haber adquirido este compromiso, ha sido que me han sentado en lugar preferente para seguir todo el acto, sin perderme detalle. La verdad es que ha sido un privilegio del que me he enterado esta misma tarde, cuando durante la comida mi hija me ha comentado que debía acudir un poco antes del inicio de la ceremonia.
Desde el principio, la emoción se ha acomodado como una invitada más en la sala. Una invitada de mucho peso, de mucha superficie… Aunque incorpórea, se percibía con cierta nitidez su presencia. Una vez que los padres e invitados estaban acomodados (más o menos acomodados) los alumnos han entrado por una puerta lateral por grupos de clase. Y esa entrada, entre solemne y nerviosa, ha sido como si nos espolvorearan a todos con pétalos de emoción. Ante nuestra mirada pasaban aquellos que hace seis cursos habían ingresado en este histórico centro segoviano, con apenas once añitos. Unas niñas y niños que habían salido del colegio acaso prematuramente, al menos desde el punto de vista de sus padres que, entre nosotros, conversábamos sobre ese hecho y la inquietud que se cernía sobre nosotros, pues, como padres bien asentados en el guión común y timorato, veíamos peligros y fantasmas por todas partes. Visto con la perspectiva que otorgan seis años, a uno no le queda más remedio que sonreír y amonestarse seriamente a sí mismo, pues no ha pasado nada grave, en todo caso nada que no hubiera sucedido de haber comenzado el bachillerato con catorce años, como nosotros. Digo que allí estaban jóvenes y hermosos, tan guapos como sólo se puede estar con esos años en que el cuerpo muestra su apogeo, y la ilusión intacta, o casi. Ellos, en su mayoría con su traje oscuro, bien encorbatados, un poco disfrazados, incómodos en semejante uniforme que usarán pocas veces. Ellas luciendo belleza desde la punta de la coronilla hasta las uñas de los pies. Hoy unas cuantas peluquerías segovianas han tenido trabajo (e ingresos no pequeños) extra. Vestidos que le hacían pensar a uno en esos desfiles por la alfombra roja la noche de los Óscar o de los Goya. A diferencia de los chicos, ellas estaban muy a gusto con sus vestidos, su maquillaje, esos tacones que las elevaban y realzaban sus figuras en general estilizadas.
El director del Instituto ha dirigido las primeras palabras para abrir el acto y ya ha marcado las ideas que cada uno de los oradores –cada uno a nuestra manera- hemos repetido.
Las palabras de Pedro, uno de los profesores de Historia a punto de jubilarse, han servido, si cabe, para que uno se aposentara definitivamente en la emoción. Me ha parecido un discurso brillante y ameno. Si sus clases siempre han sido de este modo, es justo reconocer que sus alumnos habrán aprendido cosas importantes, tales como la ilusión, la esperanza, el afán de reflexión y el modo de aprender de la historia.
Y me he puesto nervioso.
Aún no sé por qué, pues no lo estaba. Al contrario. Hasta ese preciso instante me sentía relajado y animado, pero al acercarme al micrófono y comenzar mi alocución ha acrecido esa sensación que, como siempre me sucede, se ha atenazado a mi pierna derecha que, según qué posición adoptara, no dejaba de temblar, como si se hubiera convertido en un ente autónomo y quisiera a toda costa salir corriendo. Así que, de pronto, tenía tres cuestiones de las que estar pendiente: la lectura con sentido, controlar el temblor de mi pierna y procurar que la voz saliera como corresponde: clara y alta, sin ser atronadora. Y además, era perfectamente consciente de que todos se daban cuenta. No tenía la protección de un atril o un ambón que hubiera permitido ocultar ese tembleque absurdo. Mi pierna por un lado, mi cabeza por otro, y mis oídos pendientes de las reacciones de la sala. Si había silencio, es que me prestaban atención, no les estaba resultando un tostón infumable.
Su silencio era absoluto.
Al final he encontrado la posición justa en la que la pierna, por fin, se conectaba a la quietud general de mi cuerpo. Creo que los chavales han comprendido qué quería decir, y por lo que luego me han comentado algunos padres, no me he debido equivocar mucho ni en el contenido ni en el tono de mis palabras.
Luego ha hablado un representante de los alumnos, al que conozco desde hace catorce años, puesto que empezó su escolarización en el mismo colegio y clase que mi hija, y así han seguido hasta ahora mismo.
¡Cómo pasa el tiempo!
Sé que me repito, pero es que al verle a él me he dado más cuenta que al mirar a mi hija o alguna de sus amigas que la acompañan con más frecuencia. Como nos están demostrando a todos en estos días, los jóvenes tienen mucho que decir y conviene escucharles. Ellos pertenecen a una generación posterior a la que ahora acampa en nuestras plazas. El relevo está asegurado. Quizá, sin darnos cuenta, los padres hemos hecho algo más de lo que parece. Quizá los afanes que otros sembraron en nosotros, hemos conseguido que se enraícen en nuestros hijos, aunque no seamos muy conscientes de estos hechos…
Tras la entrega de las insignias del centro –el momento culmen de toda la celebración- ha habido un par de actuaciones musicales a cargo de dos de las alumnas que se graduaban. Al piano se ha interpretado la Marcha Turca de Mozart, y al oboe –acompañado por el piano- dos movimientos de un concierto de Marcelo. Para mí ha sido el momento más emotivo de toda la celebración. Por alguna razón que me es imposible explicar, durante los minutos en que la oboísta –otra jovencita maravillosa a la que empecé a conocer cuando tenía tres años y cuyos padres también forman parte de mis recuerdos juveniles- ha llenado de ensueño el aire de la sala con el segundo movimiento de ese concierto, un adagio mágico podría decirse. Todos estos años –mejor dicho sus sensaciones- han circulado en mi interior como los vencejos surcan el cielo al atardecer o en la alborada.
Nuestros hijos pueden dar un concierto ante una sala abarrotada, pueden leer discursos propios… pueden abandonar el nido definitivamente. Pueden salir al encuentro de su futuro. Es verdad que son inexpertos -¿cómo no serlo con diecisiete o dieciocho años?-, pero ya manejan todas las herramientas necesarias; quizá sin la absoluta destreza, pero eso sólo se consigue con el tiempo, y ése –el tiempo- llega solo, sin necesidad de tenerle que citar muchas veces; no es precisamente un toro manso que se acule en tablas…
La guinda ha sido el montaje de fotografías que nos han pasado desde un ordenador y que ha preparado una de las profesoras de Literatura, después de haber recopilado instantáneas que nuestros hijos le han facilitado. Otra vez ante nosotros, y ante ellos mismos, ha aparecido tal y como les vemos a diario: tan felices, tan ilusionados, tan vitales, tan imparables, con esas ganas propias de la juventud de comerse la vida sin dejar de ella ni un rastro, ni su sombra. Sus caras sonrientes y lozanas llenaban la pantalla. Y entre ellas, de vez en vez, veía el rostro entre pícaro y curioso de mi hija. Ese rostro que es incapaz de ocultar una emoción, ese rostro al que va asociada la rebeldía y una conciencia de sí misma envidiable para su edad.
Nunca se puede apostar por el destino que nos deparará el futuro, pero si no hay nada especialmente truculento, creo que ella será capaz de vivir su propia vida sin excesivos timones que pretendan dirigirla u orientarla.
Demasiadas emociones, vuelvo a repetir, así que, una vez clausurado el acto como tal, no me he quedado mucho por allá. He estrechado algunas manos, he saludado a unos pocos, he escuchado algunas felicitaciones, he besado a mi hija lleno de orgullo y me he ido, casi como si no hubiera estado.
De todas las opiniones posibles, quizá doscientas, la que más me interesaba, por una vez, era la suya, aunque he agradecido las demás, desde luego y con mucha alegría. Por eso no podía irme sin preguntarle. Y ella me ha dicho que sí, que le ha gustado lo que he dicho, que incluso algunos de sus compañeros que la rodeaban le han felicitado, sorprendidos por lo que he dicho. (Y es que todavía transitan esa edad en que sus padres son antiguallas, casi material de museo). Y eso era lo que me importaba. Ése, quizá, era mi miedo, que ella no me hubiera comprendido bien o que me hubiera pasado… Pero ahora sé que no es así, porque sé perfectamente que no me engaña, sé que ha sentido mis palabras, sé que hoy ella está orgullosa de su padre.  Y no hay premio comparable. Aunque nunca más me lo diga, aunque nunca más vuelva a mencionar esos casi tres folios de mi parlamento, en su corazón guardará el recuerdo de este día, con su padre hablando de las cosas que he hablado: trabajo, formación, felicidad, ilusión, esperanza, futuro y libertad, encerradas todas ellas, a modo de conclusión incontestable, en los versos de un viejo profesor de francés de su instituto: “Caminante, no hay camino, / se hace camino al andar”.