Cómplices

Domingo, 26 de junio de 2011

Uno se levanta con la terrible sensación de que ha dormido a trompicones, como si estuviera en una especie de infernal mecano, un subibaja que se reflejaba sobre todo en los oídos, que eran los primeros en percibir puertas que se abren y se cierran (la de la calle, la del baño, la de un dormitorio, la de la calle, la del baño, la del otro dormitorio, la de la calle -¿otra vez? ¿Cómo es posible si sólo tengo dos hijas? La de la calle… Otra vez la de la calle. Habrá salido un momento y ha vuelto-). La ciudad está en fiestas y mis hijas las disfrutan tal y como esta contemporaneidad impone: saliendo de noche y de madrugada, durmiendo durante toda la mañana y sesteando el resto de la jornada… Y cuando uno dice esto así, le miran como si tuvieran delante a un monje trapense. De momento, este fin de semana, me libro de las tareas de obligado cumplimiento que parecen acompañar a las fiestas, aunque me parece que a partir de mañana, por aquello de socializarme un poco, por aquello de placearme un poco, saldré, mejor dicho, me sacarán… Concurso de tapas, alguna actuación musical, quizá algo de teatro -¡ojalá!-, en fin diversión (¿diversion?).
Seré una persona normal. Peajes de la existencia. No salgo, me cuesta salir. Pensar, sólo pensar, en un viaje es algo que me disgusta, aunque a la larga termine disfrutándolo, sobre todo si después hay tiempo para contarlo. (Y el miércoles que es festivo en Segovia, he de ir a Madrid, y no me queda más remedio que hacerlo, para dejar zanjada la preinscripción en la Complutense. Otro día perdido. No, no me interesa pedirme un día libre, de los ocho que aún me quedan, uno no sabe los viajes que tendrá que hacer para acudir a actos relacionados con Oscurece en Edimburgo, y esos viajes sí me apetecen, y además son imprescindibles). El caso es que, de modo habitual, ya han optado por dejarme en casa que es lo mejor que pueden hacer. Y es que tengo la impresión de que me falta el tiempo, que cada segundo de mi ocio que pasa sin escribir o leer es un desperdicio. Pero esto casi nadie lo entiende, y parece que se encuentran delante de un bicho rarísimo. Y a veces me pregunto, ¿cómo se piensan que se escriben los libros…? Claro que lo mismo están pensando que ninguno de los libros que escriba merece la pena, que todos y cada uno de ellos son perfectamente prescindibles y que tanto sacrificio –según su versión de la vida y sus acontecimientos- es estúpido.
Sin embargo la cuestión está mal planteada. El asunto es que para mí no es ocio. Es mi tarea verdadera, el laboreo en el que verdaderamente me siento a gusto. (Iba a escribir ‘feliz’, pero es una palabra tan encumbrada que en realidad es inalcanzable). Pero, como a la mayoría de los seres humanos –porque los verdaderos privilegiados son pocos- , la mayor parte del día he de dedicarla a la ocupación obligatoria, a ese trabajo remunerado por el cual uno –y sus hijas- subsisten. Y además en estos tiempos que corren, quejarse por esto es mezquino, egoísta y censurable; por tanto no me quejo. Y uno es débil, muy débil, ha de dormir, ha de descansar, porque esta tarea –repito no confundir con la ocupación laboral- usa el cerebro como la parte esencial del organismo para nacer y crecer. Quiero decir que aunque muchos lo olviden, se trata de una parte del cuerpo humano y, por tanto, como cualquier otro órgano, está sujeto a cansancio. En su caso no se puede hablar del mismo tipo de fatiga muscular, pero sí de una saturación que conduce a su embotamiento. Y el mejor descanso del cerebro es dormir o algo de ejercicio o una ducha o una dosis de cafeína. ¿Qué me queda al cabo del día…? Cansancio, irritabilidad por no llegar, por quedarse muy lejos de la tarea…  Todo esto sin añadir a esta cuestión que uno no está solo en el mundo, que también ha de cuidar los afectos, las amistades, determinados compromisos…
Llega el fin de semana, un breve oasis de dos días en que uno se puede plantear la jornada del modo con el que realmente disfruta y poder sacar siete u ocho horas de escritura y lectura, pero me miran como un alienígena si madruga –que madrugo-, si no salgo –que casi no salgo-, si no veo la tele –que no la veo salvo partido de fútbol y nada urgente entre las manos-, si no… Y me rindo, se me abate también el ánimo, pero sólo unos instantes, pronto suelo recuperarme. Total, pienso, nada hay urgente, nada hay imprescindible, y menos si sale de mi cabeza. Me encojo de hombros y voy donde me lleven. En el fondo sé que acabaré disfrutando…
Releo...
¿A qué ha venido toda la anterior digresión? Iba a escribir otra cosa; aunque, ya que ha salido, ahí lo dejaré, para mi vergüenza…
En fin que iba a anotar, al hilo del arranque de esta entrada, que acabo de descubrir por qué he dormido sin dormir o por qué no he dormido durmiéndome. Se me echa encima el plazo para presentar el artículo para Alenarte Revista y, como casi siempre, casi con el sonido de la campana sobre mis oídos, aún no sabía de qué iba a escribir.
Y es que otro de mis características consiste en convertir la palabra deber en la dovela sobre la que se apoya el resto de mi existencia. Hay un dicho que afirma, hacer de la necesidad hacer virtud; creo que en mi caso, habría que inventarse uno contrario, uno que viniera a ridiculizar a tipos como yo que convertimos una virtud en una carga…
Ahora bien, después de levantarme y a pesar del fardo de piedras sobre mi cabeza, he descubierto el objeto del artículo de este mes, y de pronto ya casi nada pesa. Ahora sé que tengo que salir y acercarme a contemplar lo que necesito para escribir ese artículo… Si no fuera así –obviamente- estas líneas no aparecerían.
A veces pienso –hace un rato sin ir más lejos-, si todo esto me lleva a alguna parte que no sea una enfermedad. A veces pienso que debería retornar a mi actividad de 2008. Al fin y al cabo uno es bastante más débil de lo que parece y el tiempo bastante más limitado de lo que nos imaginamos… Sin embargo están las personas, esos maravillosos seres que me acompañan día a día y con quien quiero seguir unido, pues quizá ellos y ellas sí entiendan mejor que otros esta pasión...