Cómplices

Sábado, 25 de junio de 2011

Ha amanecido un día agotado, como un perro ahíto y abrasado. Una jornada de esas en que el aire se ancla al suelo y todo pesa, y si no pesa, aplasta. Hay una quietud espesa, propicia para el sudor y la viscosidad, acaso también de los pensamientos.
Hoy la brisa sería un regalo espléndido, mejor que un reloj de oro y brillantes…
Si este diario fuera como el otro, como ese hermano secreto que llevaba hasta no hace tanto, la entrada de ayer hubiera sido mucho más larga, pero uno, de vez en vez, se mide y sujeta los dedos, aunque quizá alguno piense que más me valdría retenerlos más aún y condensar estas líneas cuya trascendencia se reduce a bien poca cosa, a ninguna.
Y es que ayer, por la tarde, con el sol horneando la ciudad, me acerqué hasta los pies del Acueducto, donde hacen guardia los del 15M de Segovia, esa #acampadasegovia (así se escribiría en el gorjeo estridente de Twitter) que más parece un rinconcillo con ventanas a la plaza. El retén, a esas horas –pongamos que hablo de las cinco de la tarde-, lo formaba un joven –en el sentido contemporáneo y administrativo de esta palabra, es decir que quizá aún no llegue a los treinta años, aunque es complicado vaticinar una edad aproximada- que se podría incluir en una de las últimas tribus urbanas aparecidas y catalogadas en nuestra sociedad, los perroflautas. (Aquí sigo la recomendación de la RAE –sección idioma urgente, o algo así- en donde se aconseja escribirlo como lo he hecho: no cursiva, todo junto, sin entrecomillar; o sea, que perroflauta camina directo como vocablo con entidad y validez absolutas, hacia el próximo diccionario. Será un caso a estudiar). Lo mismo, si me leyera un especialista en el asunto y supiera a quién me refiero, movería la cabeza con cierto nerviosismo y propondría más bien un cruce entre perroflauta y grounch, aunque esto último se perciba menos debido al calor de Castilla durante un típico día de San Juan. Vestir de un modo determinado ciertos días del año, puede ser peor que una tortura.
Estuve charlando con él. Le interrumpí la lectura de un libro en el que descubrí la palabra inglesa rats dentro del título. Un libro en edición de bolsillo, con tapa donde abunda el negro, la silueta de un par de ejemplares de estos roedores asquerosos. Me fue imposible saber si se trataba un libro en inglés, o este idioma sólo forma parte del título, no pude ni siquiera atisbar el autor y por tanto no me puedo aventurar si en sus páginas se expone un ensayo de carácter biológico sobre estos mamíferos, si descansa una exposición de carácter político sobre la sociedad contemporánea, o si una novela calificable, quizá, de underground le ocupaba el territorio hostil de la siesta. Después de los pertinentes saludos, a los que respondió encantado, pues, imagino, tendría ganas de espantar el sopor propio de esa hora pegando la hebra con alguien, me sugirió que firmara el manifiesto, a lo que le respondí que ya lo había hecho en los primeros momentos de la acampada. Y es cierto. Aunque no soy capaz de concretarlo ahora, quizá el fuera el 20 de mayo cuando lo hice. Estoy casi seguro que fue ese día. Eso en papel, porque virtualmente aparece mi nombre y otras circunstancias burocráticas en algunos otros manifiestos similares. (Ahora que lo pienso, si todas estas firmas se presentan en algún lugar, es probable que tengan que eliminar alguna de las mías…). Cuando se lo dije, y cuando le dije que procuro retuitear (de nuevo sigo las recomendaciones de la sección antes aludida de la RAE) todo lo que me llega desde el tuit de la acampada, algo le cambió en la expresión. Supongo que a pesar de tener ante él a un burgués inconfundible en su vestimenta y en su aspecto y en su edad, vio a uno de esos cientos de miles o millones de ciudadanos que, aunque no participamos activamente del movimiento, lo miramos con simpatía, más aún, con esperanza y expectación. Esa gran mayoría que también mira desde lejos y sin afiliarse, las decisiones de los partidos políticos o de los bancos y se desespera con casi todas. Esa gran mayoría cuya apariencia amorfa y silenciosa tiende a ser usada como la masa de harina, agua, sal y levadura que es maleada por las poderosas manos del panadero que, de vez en cuando, usa del rodillo para aplastarla.
Porque es curiosa la utilización espuria y torticera que los políticos profesionales dedicados en exclusiva a vivir de la ‘partitocracia’ –me niego a usar ciertas palabras nobles en su sentido más deplorable- hacen de estas manifestaciones; ellos, los vividores del bien común, se arrogan la única representatividad porque en las urnas se les votó. Hemos llegado a la tremenda conclusión, a la prostitución total y absoluta del término democracia. Ahora resulta que somos una democracia que vive a espaldas de las propuestas que nacen de los propios ciudadanos, de una parte significativa de sus ciudadanos. Una democracia en que sólo tienen validez las propuestas nacidas de los partidos, cuya deuda adquirida con los bancos es mil millonaria, como un club de fútbol cualquiera. Es una de las mayores perversiones de la semántica y de la democracia. Porque los integrantes del 15M no hayan sido votados en unas urnas, sus propuestas no son escuchadas. Quiero decir, no tienen validez porque no han entrado en el cauce legal. Algo así como denegar la atención a un enfermo porque no ha llevado la cartilla de la seguridad social –cosa que ocurrirá no tardando mucho, tal y como algunos entienden el ahorro en el gasto público -.
Me dijo que, desde hace semanas, el manifiesto lo firman más turistas que segovianos. Probablemente, le comenté, el cupo de segovianos que íbamos a firmarlo está cubierto. Pero añadió algo que también me llevó a la reflexión… Comentó con perplejidad y como renegando de nuestro origen, ‘Cuando pasan nos miran, pero cuando les miramos, bajan la cabeza como si les diera vergüenza, o como si les fuéramos a hacer algo’. Y pensé, aunque no lo dije, claro, que si se vistieran de otro modo, si tuvieran otro aspecto sus personas, quizá no repelieran a un buen número de segovianos. No quise seguir pensando en otras circunstancias que afectan al equipo de guardia habitual; me pareció indigno. En el fondo tiene razón, esta sociedad aún actúa basándose en la apariencia externa, quizá por ello los mejores ladrones visten trajes de corte impecable, camisas impolutas y corbatas de seda; y son tan buenos en lo suyo, unos profesionales perfectos, que muchas veces ni se nota su esquilma, hasta el punto de que ni la dación en pago sirve para condonar una deuda.
Como para confirmar lo que comentaba de los turistas, en el rato que estuvimos de cháchara firmaron el manifiesto siete u ocho visitantes que abarcaban buena parte del espectro de edad. Me hizo gracia (en el sentido más amargo de la expresión) que una pareja de cierta edad (o sea de avanzada edad) preguntara si allí se firmaba pidiendo la dimisión de Artur Mas, ‘Porque’ dijo el señor, ‘Lo que hicieron los ‘mossos’ con aquellos jóvenes es imperdonable’. Lo más probable –y ya sé que ahora novelo, pero qué se va a hacer, la cabra siempre tira al monte- es que este matrimonio votara a CiU en las anteriores autonómicas catalanas; yo apostaría que incluso en estas locales también votaron a CiU, pero como la mayoría de ciudadanos normales y corrientes, incluso con educación tradicional y muy conservadora, no entienden muchas cosas de los políticos, como la mayoría, seguro que en su fuero interno creen que los políticos son un mal necesario –otros muchos empiezan a pensar que son un cáncer que exterminará esta civiliazación- y como la mayoría, no se atreven a estampar la firma de protesta allá de donde sean, o quizá fueran de un lugar más pequeño donde no hay acampada, donde la plaza sigue siendo ensanche de calles y no ágora, ni siquiera un ratito a la puesta del sol, en una de sus esquinas, como sucede con el Azoguejo de Segovia. El representante de la acampada no le engañó, y le explicó que con la firma, en realidad lo que se pedía era la dimisión en general de todos los políticos, no sólo del señor Mas. Aún así firmaron, y si uno no tuviera afán por poetizar todo cuanto ve, no diría que percibió como su conciencia se descargaba de una piedrecita que les apretaba en su zapato.
Me explicó el cambio de ubicación de la asamblea de ayer, porque con el inicio oficial de las fiestas de la ciudad, el Azoguejo no era el mejor lugar. Evidente, pensé. Y se lamentó por no haberlo sabido antes para haber informado al resto a través de Internet. De nuevo la importancia de la red como cauce imparable para la transmisión. Será difícil que tarden mucho tiempo en controlar más este canal. Quizá ya sea complicado hacerlo del todo para los poderes públicos, pero que lo van a intentar, si es que no lo están haciendo ya, lo doy por hecho; pero no daré ni una sola pista sobre lo que pienso, no vaya a provocarse una tormenta de ideas entre quienes tienen la sartén por el mango y nos machaquen el chiringuito en un santiamén.
También hablamos de la marcha a Madrid. Aquí la cosa va con calma, obviamente. Con salir una semana o cinco días antes será suficiente. Él va a ir. Él se va a empezar a preparar mañana –o sea hoy- para que la marcha no le pille en baja forma. No se sabe cuántos irán desde Segovia. Serán casi el último afluente de ese inmenso río que viene desde el Noroeste, haciendo el camino inverso que haría cualquier río, puesto que viniendo desde el litoral acabarán en el centro peninsular.
Y dejó para el final lo más emotivo del diálogo. Me miró a los ojos cada vez más confiado y me dijo, ‘¿Sabes por qué me ha enganchado esta movida…?’ Era una pregunta retórica y por tanto supe que debía permanecer en silencio, a la espera de que los puntos suspensivos hicieran su trabajo. ‘Porque es desobediencia civil a tope, pero en paz, como lo de Gandhi, igual… Todo en paz, tío, pura desobediencia civil pacífica. Esto es lo que me mola. Seguro que conseguimos algo grande’.
Utopía. Hermosa utopía, única posibilidad de hacer real un sueño. Bendita utopía.
Al poco llegó una joven. Ésta en el sentido más real del término y sin más adjetivos que adherirle a su pertenencia a la juventud; quiero decir que por su aspecto y vestuario no se la podría adscribir a ninguna tribu urbana. Esto lo apunto para desmentir cierta especie mal intencionada que circula por ahí, según la cual cuantos jóvenes están implicados hasta el tuétano en este movimiento forman parte de ciertos márgenes de la sociedad, cuando no son directamente asociales. Mentira, también. Insidia, quizá sea término más adecuado. Nada más lejos de la realidad.  Ella es una joven como otros jóvenes, que se ha involucrado en una tarea cuyo último fin es la el bien común. Ella y tantos como ella han empuñado la dignidad de esta sociedad y la han sacado a la calle. Ante ellos a veces uno siente vergüenza. Si soy sincero, cada día me avergüenzo un poco más. Me miró con cierta desconfianza, como si hubiera descubierto en mí a un infiltrado. Esas cosas se notan rápido. Estoy seguro que le recordé a su padre, aunque su padre, seguramente, tendrá mejor aspecto que yo mismo: mis bermudas, mi camisa, mis calcetines tobilleros dentro de unas zapatillas ocres, dejan poco margen de maniobra para la imaginación. Noté que era la hora de salir de allí, pero procuré no irme sin más, procuré que también ella supiera que algunos, aunque no seamos jóvenes desde hace mucho –ni en el sentido más burocrático del término-, incluso aunque seamos burgueses de esos que se llaman progres (en el fondo quizá otra tipo de tribu urbana), estamos más próximos de lo que parece a sus deseos, a sus esperanzas. Digo que me despedí, no me fui simplemente. Dije, ‘Ahora, al llegar casa, tuiteo lo del cambio de la asamblea’. Ella se giró, pues se había puesto a mover algunos papeles sobre una mesa destartalada que usan desde el primer día, me miró y noté que sí, que la intención del mensaje había sido captada. Y salí de allí, sonriendo…
Pero no llegué tan pronto como hubiera querido.
Fui sorteando los manotazos del sol como pude, y me metí bajo los soportales de Fernández Ladreda. Al pasar junto a un bar me detuvo un conocido, que con el paso de los lustros ha pasado a la categoría de saludado. Bebía cerveza a la puerta del bar, acodado al mostrador que el establecimiento tiene a la calle. Estaba inmerso en lo mejor del don de la ebriedad, ése punto que es el lindero entre la desinhibición y la borrachera. Probablemente era la primera vez que hablaba con él desde hace veinte o veinticinco años, aunque nos saludemos muy cordialmente cada vez que nos cruzamos en la calle.
Se conoce que el aburrimiento de la soledad le podía y me detuvo y me obligó a tomarme algo con él, de esa forma en que uno si se niega se arriesga a un conflicto. Es una de esas situaciones en las que uno piensa en los motivos que le han hecho caminar por ese lado de la calle y no por el habitual, y se lamenta, porque no hay ninguno con suficiente entidad para justificarlo. Lo mejor, pues, era no protestar y acceder con una sonrisa a una petición tan enérgica. Si su estado hubiera sido más próximo a la sobriedad una vaga explicación sobre cierta urgencia abstracta hubiera servido para evitar lo que uno no deseaba. Si hubiera sido su primera mahou ni siquiera me habría invitado.
Se mezclaron muchas cosas en esos diez minutos. No estuve más, se dio cuenta, quizá en un atisbo de esa lucidez que suele iluminar a los ebrios, que aquello tenía menos sentido que una cena a base de verduras entre un león y un búfalo.
Hace un año dejé de verlo por mi calle, después de que estuvo dos, o tres, frecuentándola a causa de un romance mantenido con una vecina divorciada. Según me dijo, ahora está con una francesa, aunque la francesa estos meses está en Francia, cuestión que es más que razonable, dicho sea sin ánimo de hacer daño.
Pero ese aspecto personal no fue la causa del surtidor de recuerdos que afloró en mi memoria. Su madre está enferma, y el gesto de su cabeza fue lo suficientemente gráfico como para pensar en un alzheimer, en una demencia senil, en algo así…, en ese deterioro irreversible de lo que realmente somos, puesto que más allá del deterioro físico, es el deterioro mental el que marca nuestra destrucción como personas. Da igual la causa –aunque supongo que para un médico no es baladí esta cuestión-, lo que importa hoy en día es el efecto demoledor, definitivo, irreparable…
Su madre fue quien me enseñó a leer. Su madre fue quien consiguió que memorizara mi primer poema y me enamorara para siempre de la poesía, sin remedio, sin vuelta atrás. Su madre fue quien empujó a mis padres y se peleó con no sé cuántas personas para que yo acabara en el Colegio Claret y me concedieran una beca –justo el año antes de que entrara en vigor, si no me equivoco la EGB y su gratuidad-, su madre siguió con una sonrisa perenne en la boca mis primeros balbuceos literarios, su madre –siempre inquieta, siempre maestra- fundó una cooperativa de profesores que aún funciona y quiso que formase parte de aquel claustro, pero no pudo ser por circunstancias económicas (para variar), su madre me contrató unos meses para suplir a algún profesor que cayó enfermo… Desde hace algunos años, noté su desmejora, pero no sabía nada concreto, hasta ayer. Y la catarata de recuerdos me inundó y me hizo comprender que, a lo mejor, fue más importante aquella cerveza rápida que tuitear el cambio de ubicación de la asamblea…
Aún así lo gorjeé, o lo grazné o lo pié, o lo piruleé (así lo dirían en catalán, creo) o lo chirleé o lo canté o lo silbé o lo parloteé… que al fin y al cabo es lo que viene a significar en inglés twitter…
Hay que reconocer que algunos nombres están muy bien puestos, pero que muy bien puestos.
(Creo que debería suprimir la parte en la que hablo sobre la extensión de estas entradas… Que quien me lea, me perdone…).