Cómplices

Domingo, 5 de junio de 2011

Escuché a José Luis Sanpedro hace un par de días –cuando presentó su último libro- que para ser libres o para ejercitar la libertad, es necesario poseer un pensamiento libre. Si se actúa desde premisas imbuidas en el interior de uno durante muchos años sin haberlas contrastado, es imposible ser libre.
Se trata de una idea básica, algo elemental que, sin embargo, no sucede en demasiadas ocasiones. Estamos llenos de ‘pre-juicios’, es decir, ideas ‘pre-concebidas’ que abonan nuestro actuar cotidiano mucho más de lo que creemos. Cada uno sabemos cuál son.
¿Cada uno sabemos cuál son?
Quizá la obviedad de la afirmación es la que nos hace pasarla por alto. Quizá mucho más de lo que creemos nos comportamos como autómatas, dando por hecho demasiadas cuestiones que, acaso, no debiéramos tener tan enraizadas en nuestro interior. A menudo despachamos nuestras decisiones y nuestras ideas sin la información suficiente, o con información sesgada, cuando no interesada. Por ello es fundamental el control de los medios de comunicación. Ocultarle datos a alguien u ofrecérselos de modo torticero e incompleto es obligarle a decidir de modo erróneo, y si se hace lo conveniente probablemente sea por azar, más que por el uso adecuado de la razón.
Escuchar decir estas cosas a una persona con noventa y cuatro años (creo que es el dato que dieron, aunque lo mismo estoy equivocado ahora y sea otra su edad, en todo caso muy avanzada) me hace confiar en las capacidades del ser humano, y viene a ser la contradicción encarnada de lo que uno supone que ha de sucederle cuando se crucen determinadas fronteras, y se pasen tantas hojas del calendario.
Hay algo que me desconcierta de nuestra sociedad. Bueno, una de tantas cosas. Algo que quizá venga a demostrar que para quienes nos gobiernan (y no estoy pensando sólo en los políticos, ni siquiera estoy pensando mucho en ellos) somos poco más que una cinta de transporte dentro de una cadena de montaje. Tenemos algo de valor –el que señala nuestra soldada- mientras producimos; cuando dejamos de hacerlo, nos tornamos rémoras del sistema. Y lo que importa es el sistema, su engranaje, no la vida. Nuestra vida se ha convertido en sistema. Cada uno de nuestros latidos fuera de él es un problema porque encarece los beneficios. Somos, por así decir, las manos. Sólo las manos. En el fondo no ha cambiado casi nada respecto de la época de los esclavos. Se ha hecho más larga la correa de la que sujetan nuestro dogal, nada más. Quizá también se ha hecho más difícil saber qué brazo es el que dirige cada una de ellas, pues ahora la tecnología aleja el contacto físico, lo que permite que nuestros dueños actúen desde la sombra, o sea más impunemente. Si se me apura, cada vez estamos más próximos a lo narrado en Un mundo feliz.
Cuando alguien llega a su merecidísima edad de jubilación laboral, se interpreta que también alcanza la jubilación vital. Si está jubilado ya no sirve, salvo para votar.
A veces conviene resaltar los adjetivos, para que el sustantivo no se convierta en una fiera que todo lo devora. La única jubilación vital que existe es la muerte o, en su defecto, una enfermedad que a uno lo incapacite o lo imposibilite. Y hablar de jubilación vital, no deja de ser un sarcasmo, una contradicción semántica casi terrorífica, salvo que sea un místico quien lo diga: Vivo sin vivir en mi / y tan alta vida espero / que muero porque no muero. Esto sí es desear alcanzar la jubilación vital...
A menudo, sin embargo, también sucede que es el propio jubilado o jubilada quien se jubila de la vida. Y la mayoría de las veces esta actitud de rendición vital depende sobre todo de esta especie de teoría inmanente que ocupa buena parte de las mentes, y mucho más de las mentes que controlan los resortes y el funcionamiento del sistema. Durante demasiado tiempo se nos ha metido en la cabeza y en las entrañas que el trabajo dignifica. Que sólo el trabajo dignifica.
Y probablemente sea así.
Pero no el trabajo como ellos lo entienden. El trabajo entendido como actividad que permite una aportación a los demás, y supone una salida de uno mismo, y una donación del producto de sus capacidades, sí. De hecho es lo que más nos dignifica. El trabajo como actividad creativa –no siempre artística, quede claro-, ese acto que nos acerca a nuestra esencia, porque en esencia somos una especie creativa, si damos por cierto que estamos hechos a imagen de Dios. (Claro que si es lo contrario, o sea que Dios está hecho a nuestra imagen -como muchos sostienen-, también me sirve el mismo símil, incluso lo mejora, pues si hemos sido capaces de crear tantas divinidades, cómo no vamos a ser capaces de crear cualquier otra cosa). Sin embargo demasiados individuos comportándose de este modo son un peligro para quienes controlan todo el sistema.
Me parece que aquí está el peligro de la libertad.
Y este peligro no es algo que se haya descubierto ahora. Desde siempre los poderosos lo han sabido y desde siempre han actuado en consecuencia.
No hay que ser muy lince, ni es necesario haber estudiado física cuántica para saberlo. A poco que se repase cualquier manual de historia, se llegará a la misma conclusión, que, en el fondo, es la misma que exponía Sanpedro la otra mañana. La única variación respecto de la época de los romanos, por ejemplo, es que la tecnología ha venido a aumentar el ocio de los individuos. Este es el problema con el que se tuvo que enfrentar el Imperio Romano en épocas de crisis o época de excesiva bonanza cuando los esclavos se ocupaban de las tareas más penosas, mientras que la ciudadanía disponía de muchas horas de asueto. El poder comprendió que si narcotizaba el pensamiento, se eliminarían riesgos innecesarios para el funcionamiento del sistema. Y lo consiguió. Vaya si lo consiguió.
Así seguimos. Van variando los narcóticos, porque a todo se acostumbra el ser humano y acaba por despertar de sus efectos, pero en esencia es lo mismo.
Sin embargo, el trabajo por el que nos pagan, el trabajo que permite nuestro sustento (en todo el amplio sentido del término), en la mayoría de los casos tiene poco que ver con lo que decía más arriba relativo a la creatividad. En la mayoría de los casos ese trabajo es la colaboración necesaria para que una empresa o institución se enriquezca. Y en la mayoría de los casos somos piezas perfectamente sustituibles; demasiadas veces fácilmente sustituibles.
Quizá sea ésta una de las ideas que antes convenga desanclar de nuestros cerebros. Nuestra vida no se reduce a nuestro trabajo, y cuanto antes lo comprendemos, antes empezaremos a prepararnos para disfrutar del tiempo que nos corresponde sin cargar con obligaciones laborales, para empuñar las obligaciones vitales, que esas concluyen con el último latido de nuestro corazón, y de la que no es obligatorio que dimitamos, salvo que así lo decidamos libremente.