Cómplices

Lunes, 6 de junio de 2011

Es como si llegara con el alma almidonada, recién planchada, tersa, fresca, pero algo cansada. Aunque jugaba con ventaja, pues la experiencia de Pavesas y cenizas era similar, no quiere decir que uno no acabe con cierta emoción afincada en un lugar muy interior de su almario, como si allí hubieran depositado unas violetas que aromen el vestuario con el que se componen las entrañas una vez que se retorna al mundo cada mañana.
Decían hace un poquito, cuando hemos salido del Club de Lectura del Colegio Claret de Segovia, que ha sido una suerte para ellas y ellos haber contado con la presencia del autor a la hora de comentar el libro. Y no dudo que sea así, pero como he respondido a alguna de estas personas, la verdadera suerte, la gran fortuna es para el autor. Contar con los comentarios de los lectores es una suerte de inyección nutritiva en vena que se hace impagable.
A diferencia de una presentación al uso o incluso de un recital, poder acudir ante un grupo de lectores que previamente se han leído tu libro, es contar con la crítica, con una opinión fundada, con el conocimiento del asunto. Ya no se trata de levantar expectativas, de ofrecer el fruto del laboreo previo para que lo gusten, sino recibir los ecos que su lectura ha provocado en ellos. Por ello digo que contaba con cierta ventaja o que no era algo enteramente nuevo, puesto que Versos como carne, poema a poema, ha sido objeto ya de los comentarios de los lectores, de algunos lectores, de mis lectores, ese puñado que aún no entiendo muy bien por qué se zambullen en mis letras.
No se trata de ponderar los comentarios excesivos de estos lectores, sino de valorar el esfuerzo de su lectura, una lectura concienzuda y libre y seria y muy cariñosa. Uno comprueba, por ejemplo, que sigue siendo muy cierto aquello que ya dejó escrito JRJ sobre los lectores de poesía, son una inmensa minoría; pero también comprueba con cierta lástima que esa escasez se debe en buena parte a que desde la niñez han sido alejados de la poesía, como si ésta fuera la esencia del sinsentido o de la irracionalidad. Nos hemos preocupado todos en exceso en centrarnos en los meros ropajes con que se revisten los versos: estrofas, métrica, recursos literarios, adornos, florituras, los oropeles de los que huía Machado… Por el contrario muy poco se han preocupado y nos hemos preocupado de formar la sensibilidad para leer los versos. Y no toda la culpa de ello es ajena a los propios poetas que en muchas ocasiones –quizá cansados de las mismas repeticiones, quizá impulsados por el afán necesario de abrir nuevas sendas- hemos entrado en un modo de expresión tan hermético y extraño que hemos alejado a los lectores… Aunque escribir sobre esto ahora no es lo que quería, a pesar de que ello hemos hablado esta tarde, y no poco, precisamente.
La tarde gris y otoñal en la parte final ya de la primavera invitaba sin quererlo a la melancolía, era una puerta abierta a este tipo de confidencias. Alrededor de las mesas de una biblioteca una veintena de personas escuchaban mis explicaciones y hacían sus comentarios. No ha habido más, ni menos. Quizá su pretensión, como lectores, era la de entender algunos de mis versos que se les han quedado en una trastienda oscura del entendimiento. La mía como autor era la de saber hasta dónde puede llegar un libro de poesía a personas ávidas de lectura, pero poco acostumbradas a la poesía. No sé si ellas y ellos habrán sido satisfechos, yo sí, desde luego. Por eso soy afortunado.
Muy afortunado.
Muy afortunado porque algunos de los lectores han revelado sentimientos y esfuerzos que me han emocionado hasta un punto poco explicable. Descubrir que alguien se ha empeñado en convertir el libro en un cuaderno lleno de anotaciones en las que se empeñó para llegar al fondo de lo que uno quiso decir, es como para un montañero alcanzar la cumbre de una montaña casi inaccesible. Comprobar que el mismo poema es el poema que más ha llegado al corazón de la mayoría, y, a continuación, recitarlo en mi propia voz y sentir que esa misma emoción revolotea en la sala como si fuera el invitado más importante, es intuir que la verdad o la duda más honda de la mayoría de personas, es la misma verdad o la misma duda que la de uno, y que cuanto más se adentre uno en su entraña, mejor llegará a las entrañas de los demás. Y como no hace mucho me dijo otro compañero, o la poesía se escribe desde las entrañas o no es verdadera poesía.
Y por otra parte, se vuelve a confirmar algo que ya tengo claro desde la propia juventud. No es posible entender un libro de poesía, hay que comprenderlo y para ello hay que leerlo –salvo mucha experiencia en el asunto- a sorbos lentos y tranquilos. Es probable que si la poesía tiene tan pocos adeptos se deba también a la velocidad en la que vive nuestro tiempo. Ahora que estamos tan acostumbrados a los aviones, a los trenes de alta velocidad, a las autopistas, no se entiende que leer poesía es como un paseo tranquilo y sosegado o viaje en los viejos trenes que paraban en cada estación, en cada apeadero… Pretender leer el mismo número de páginas de un poemario en el mismo tiempo en que se lee ese mismo número de páginas en una novela, es una locura que puede desembocar o bien en un empacho o bien en quedarse con el estómago vacío, como si sólo se hubieran comido reducciones de cualquier plato.
En fin, que hoy que celebro mi cumpleaños número cuarenta y todos (en afortunadísima expresión de una compañera de trabajo), he recibido uno de los mejores regalos a los que puedo aspirar: haberme encontrado y haber compartido casi dos horas con un ramillete de lectores que han tenido a bien durante un mes darle vueltas a Versos como carne, adentrarse en mis versos como quien se adentra en un territorio amigo, como quien se asoma a un balcón desde el que se ve un paisaje, a veces nada agradable, incluso horripilante, como bien han resaltado, como bien conocen mis lectores.