Cómplices

Lunes, 13 de junio de 2011

En esta casa, como en las de otros seiscientos sesenta y cinco chavales segovianos, se viven las vísperas nerviosas del inicio de la Prueba de Acceso a la Universidad, o como se dice en la jerga PAU, lo que en mi época era la Selectividad.
Quizá en nuestro caso los nervios y la tensión sean menos intensos que en otros hogares, pues la carrera por la que ha optado mi hija no necesita –en principio- nota de corte; es decir, con aprobar (sea cual sea la calificación) es suficiente para acceder a los estudios superiores que ella ha decidido.
Hace unos treinta y un años, éste que ahora mira a su hija, también debería haber estado con preocupaciones similares… Pero lo mío no fue así. Lo mío fue una de las locuras más grandes de la historia de la Selectividad. Algo que casi no me atrevo ni a recordar, pues todo es contrasentido tras contrasentido.
A veces pienso que no sé dónde demonios podía tener la cabeza o el corazón. Aunque todo tiene su explicación, por lo demás una explicación que roza un poco la inconsciencia, la estupidez, el absurdo… Yo qué sé…
Por entonces la Selectividad también era en el mes de junio, pero no tan a principios. En Segovia siempre pillaba en las fiestas, porque siempre era la última semana de junio y nuestras fiestas van del veintitrés al veintinueve, día de San Pedro.
En mi tontería vital de entonces, me había fiado que nos avisarían con tiempo para estudiar. Eso entendí en el colegio. La verdad es que había concluido el COU con notas más que aceptables y estaba confiado. Por razones que abracan argumentos vocacionales e imponderables económicos, había decidido estudiar magisterio en la propia ciudad. Mi idea primitiva era acabar esta carrera y luego, con tiempo, sin prisa, con ganas, con trabajo, lanzarme a la Filología hispánica con la idea de la escritura y de la enseñanza puestas en el centro de la cabeza: escribir y enseñar literatura a adolescentes o jóvenes era mi sueño más secreto… Al final todo lo fui torciendo de mala manera como una veleta endeble y caprichosa, pero eso es otra historia.
Sin embargo, en aquellos días de junio (que recuerdo más calurosos que los de ahora), estaba pendiente de la presentación de Humanidad perdida, de la próxima Feria Libro (una de las primeras ediciones que se celebraban en Segovia, acaso la quinta, en su primera ubicación, la de la Plaza de San Martín) y creo que en la inminente llegada de una amiga de Madrid que compartía con nosotros los meses del verano. Cuando aún éramos felices a pesar de sufrir tanto con los amores no correspondidos.
Por suerte y casi por casualidad, un par de días antes del inicio de la prueba ya anochecido me encontré con un amigo en la Plaza Mayor. Debía ser el tema de moda, claro, y me inquirió ‘¿Qué tal llevas la Selectividad?’. Obvié la respuesta. Me daba vergüenza decir la verdad. A cambio pregunté si ya se sabía la fecha de inicio. Me miró de arriba abajo, como si hubiera descubierto a un extraterrestre frente a él. ‘¿No te lo han dicho…?’ Creo que comencé a palidecer. Empecé a barruntar algo así como el inicio de una catástrofe… Como yo no hablaba, él dijo, ‘Pasado mañana, a las cuatro de la tarde’…  Un cálculo no muy complicado me llevó a la conclusión de que quedaban unas cuarenta horas para su inicio.
De pronto, la más cruda y temible realidad hizo presa sobre mi cuello a modo de garras invisibles. Ante mí se presentaba un precipicio del que sería casi imposible librarse. Por mi mala cabeza, a diferencia del resto de mis compañeros y el resto de alumnos de Segovia que habían aprobado el COU en el mes de junio, no había tocado un solo libro.
El desastre. El modo más estúpido de tirar cuatro cursos (los tres del BUP y el COU) de sacrificios y esfuerzos al garete. Tantas privaciones. Tantas horas de estudio. Todo a la mierda. ¿Me daría tiempo en septiembre? ¿Qué dirían en mi casa? ¿Cómo mirarme al espejo? ¿En qué había estado pensando…?
Sin embargo, nadie notó el cataclismo que se empezaba a producir. Me encogí de hombros, por así decir, ante mí mismo y procuré no horrorizarme. Rechacé de plano la posibilidad, ni siquiera remota, de intentar mirar un libro o un apunte al día siguiente. Por el contrario, decidí intentar descansar lo más posible y no pensar en lo que me esperaba. Todo lo fiaría a la suerte, mejor dicho, al trabajo del curso y a que éste no se hubiera evaporado de mi memoria…
Cuando nos vimos en las puertas del Instituto Andrés Laguna, mi estómago decidió que los nervios y la comida (patatas con costillas, lo recuerdo como si las estuviera viendo en este instante) no podían compartir el mismo territorio. Pero aún así pude afrontar con relativa entereza el comentario de texto que versó, si no me equivoco, sobre un texto filosófico, acaso de Ortega y Gasset. Antes del examen de Lengua y Literatura tuve que acudir al cuarto de baño empapado en un sudor frío –a pesar del intensísimo calor- y allí los nervios terminaron por echar a patadas a las pobres costillas y a las pobres patatas que habían hecho lo posible para aguantar su posición y cumplir con su deber con toda la gallardía y la entereza.
A pesar de lo que se pueda creer, me vino bien aquel desalojo por la fuerza. Nos dieron a elegir entre Gabriel Miró y Jean Paul Sartre. Aunque a mi alrededor ambos autores cayeron como una bomba de racimo (o sea por sorpresa y haciendo mucho daño), elegí al alicantino sin pensarlo dos veces. Mejor dicho, pensando que había tenido mucha suerte. Toda la suerte del mundo. Por nada especial, sino porque durante los últimos veranos había leído un par de libros suyos y su prosa me encandilaba –y me encandila-, esa capacidad suya de pintar con el primor con el que lo hacían los flamencos holandeses, por ejemplo, un ambiente, un personaje… De hecho uno de los libros que había leído fue Figuras de la Pasión del Señor y en él se puede cifrar el germen lejano de Aquel sábado lluvioso, aunque para mi desgracia mi novela no tiene nada que ver con la maestría con que Miró cuida la lengua, retrata una persona –por dentro y por fuera- y pinta los paisajes o los ambientes.
Los profesores que cuidaban a los alumnos cumplían fielmente con su misión cuidadora, y velaban porque estuviésemos bastante a gusto en la inmensa aula que nos acogía. Procuraban no ponernos nerviosos si nos veían compartiendo alguna conversación, intentaban contestar alguna duda que surgía repentinamente, evitaban demorar su presencia en el mismo punto durante mucho tiempo… A mi alrededor –supongo que para sorpresa del tribunal, si éste hubiera caído en al cuenta- al menos cinco o seis compañeros también escogieron a Gabriel Miró.
Luego, ya con un dolor de cabeza de proporciones bélicas, hicimos el examen de Historia del Arte. Si no recuerdo mal, tuvimos que elegir entre la influencia española en el barroco de Hispanoamérica –todavía era muy ‘rojo’ escribir Latinoamérica- o la pintura de los flamencos primitivos.  Aquí la cosa se puso más complicada. Era como si hubiera comenzado la borrasca, pero por suerte, decidí arriesgarme con los holandeses… No podían ser muy distintos los primitivos de los modernos, tendrían que ser, por lógica, precursores de los otros en todo.
Al día siguiente el hueso estaba en la Filosofía. La Historia no parecía un gran enemigo, al menos a priori. Pero nada fue muy mal porque ni siquiera recuerdo a estas alturas qué nos cayó. Creo, pero no estoy seguro al cien por cien, que en filosofía aposté por Descartes, (¿o fue por Ockham, el viejo franciscano?), porque el otro tema correspondía a algún filósofo del siglo XX que habíamos dado deprisa y corriendo… Sí, seguro que fue así, porque días más tarde me llegó el comentario de que en el Mariano Quintanilla (donde treinta años más tarde estudia mi hija) ni siquiera habían llegado a darle… Y de Historia, la verdad ni me acuerdo, ni siquiera una vaga idea…
Lo más divertido del asunto, después de haber sacado poco más de un seis y medio, es que al final del segundo curso de la carrera de Magisterio me enteré que no se exigía la selectividad para cursarlo…
Desde entonces me pregunto en qué tenía puesta mi cabeza, en dónde, en quién… Y ya digo, salvo los versos y aquellos ojos melosos que me esquivaron siempre, aún no tengo la respuesta, salvo que sea esa la respuesta.