Cómplices

Martes, 14 de junio de 2011

Para Mariano Carabias, porque me ha regalado
un rincón nuevo para la inspiración o la contemplación
Empiezan a sentirse esos días largos, esas tardes que se demoran como flores perezosas indecisas para cerrarse. La puesta de sol es un lento paseo de la luz despidiéndose de cada uno de nuestros gestos, con una sonrisa; hoy una tenue sonrisa entre verde y dorada que se abraza al último fleco celeste del cielo como una cinta inmensa de aguamarina. El solsticio de verano está a punto de llegar y sin embargo no estoy seguro que nos demos cuenta de este instante de máxima plenitud de la luz en nuestros días…
El otro día Marián me pasó el recorte de un artículo que Andrés Trapiello había publicado en la revista en que escribe cada semana. Sabía que me iba a gustar, por eso lo recortó, por eso me lo trajo. Lo cierto es que estaba en casa porque había viajado desde Asturias, ya que esta revista se entrega junto con La Nueva España, el veterano diario asturiano (también aparece junto a otros periódicos nacionales y regionales). En este artículo AT habla de no perdernos lo importante que ocurre en la vida. Escribía él que se podrían perder elecciones, se podría perder la cartera, se podría perder el trabajo, pero no convenía perderse la Primavera, porque no conviene que nos perdamos las cosas importantes que suceden en la vida… Quizá sin tanta radicalidad, aunque sí con la misma cordialidad, yo diría que no conviene perderse estos ocasos que convierten a junio y la primera quincena de julio en el tiempo del año más hermoso para devorar ese deliquio de la luz que llena con sus dedos todo el cielo, hasta dibujar en el horizonte siluetas tan hermosas como el perfil de nuestros pueblos, de nuestros horizontes.
Pero no sólo conviene fijarse en esta luz lenta y precisa como un pintor puntillista. También conviene adentrarse en un jardín, en cualquier jardín a cualquier hora, incluso a la alta hora de la tarde en que el sol es un potente y esforzado transportista de luz y calor. Son esas horas en que la sombra debe estar adormilada en una siesta ahíta y larga, muy larga, también en los jardines, único punto de la ciudad, junto a algunas fachadas en que se la puede encontrar.
Esta tarde después de un paseo más bien frustrante, pues he comprobado lo que no debería haber hecho, he acabado en el Jardín Botánico de Segovia…
(Siempre me ha parecido un nombre excesivo para este jardín, algo así como una exageración sin mucho fundamento. Sería, más que un jardín botánico, el haiku de un jardín botánico, o un microrrelato de cualquiera de ellos. Es verdad que hay variedad de especies vegetales, pero…).
Este jardín, que en Segovia llamamos El Botánico sin más, por razones absolutamente sentimentales, es uno de los espacios que más me gustan de Segovia. Es sabido que su decoración y parte del mobiliario urbano se debe a las manos de mi hermano que ya hace años empezó a dejar su obra en la ciudad. Cuando se reinauguró para uso y disfrute de la ciudadanía, a él le encargaron una serie de murales y esgrafiados que representan diversos aspectos de la naturaleza y de los trabajos humanos relacionados o en simbiosis con el agua y la tierra. El año pasado ideó una barandilla cerámica para la escalera de entrada y ahora acaba de concluirse (ayer mismo lunes) una fuente ornamental a la entrada, también, junto a esa barandilla.
Es tan hermosa…
Se trata de una fuente construida en dos alturas que salvan toda la escalinata… Como si fuera una continuación temática de la barandilla, que viene a simbolizar el tiempo que desde el Génesis al Apocalipsis centrado en los árboles, esta fuente simboliza esa agua que también se cita como fundamental en el Paraíso. Dos aljibes cuadrados (cúbicos convendría decir) situados en dos planos diferentes que están unidos por una puerta vertical por donde atraviesa el agua cayendo hacia la parte inferior en una lámina transparente y continua, como una cascada, como un salto de agua. Toda la fuente está construida en ladrillo cubierto por losas cerámicas cuadradas de unos diez centímetros de lado. Todas ellas de color casi chocolate, que también usó en la baranda de la escalinata. Y todas ellas, en su interior, llevan insertas diferentes tipos de estrellas, con todas las puntas que se quieran imaginar, con diferentes formas geométricas. Y aunque el color que predomina es ese tono óxido, en el interior de algunos de estos azulejos juega con diferentes cromatismos que, a veces, y según la luz percuta sobre ellos, parecen dorados o plateados. La puerta por la que pasa el agua del aljibe superior al inferior, se eleva en un rectángulo estrecho de un metro de alto más o menos, que lleva inscrito en su parte superior un arco de medio punto, lo que le da la impresión –al mismo tiempo- de movimiento y quietud. Esta puerta mantiene el mismo color del resto de la instalación, pero su textura no es rugosa y áspera, sino pulimentada de tal modo que brilla aprovechando la luz que cae sobre ella. Aquí el juego estético no está en los dibujos o marcas o figuras geométricas que haya podido insertar en cada tesela. Aquí se trata de alto relieves que dotan de volúmenes piramidales a esta parte, juegos de formas que además son utilizados por la luz para inventar sus propias filigranas cambiantes mediante las sombras que se van proyectando en una suerte de claroscuro en movimiento. Pero lo más fascinante es la lámina de agua que cae como una pequeñísima cascada. Tendrá su cauce sin orilla unos siete u ocho centímetros y la altura de la caída será de medio metro, no mucho más. Lo suficiente para que su melodía de cristal amortigüe el hosco sonido de la circulación que baja por la colindante calle Santo Tomás. Me he sentado frente a la fuente, bajo la sombra del olmo que está junto al magnolio de hojas como de charol verde y flores como manos blancas y me he fumado un pitillo. El agua caía sin pausa y sobre ese cubículo inferior flotaban las avispas y otros insectos como pequeñas joyas voladoras. Algunos niños con sus abuelas se iban allegando, con el único ánimo de conquistar una vez más una tarde juegos. Las pequeñas florecillas, tan pequeñas que no tienen nombre –como escribió AT en el artículo citado- también me han recordado mostradores o escaparates de una joyería carísima, o la paleta que un pintor hubiera dejado olvidada por despiste. Mis ojos, de vez en cuando, eran invadidos por el paso de un coche, pero su sonido no me distraía, porque el agua y los pájaros eran mi banda sonora, como en este instante lo es una cantata de Bach. Y no hacía nada, absolutamente nada, salvo contemplar, dejarme llenar por esa armonía de luz, color, sonido, formas… Si miraba ligeramente a mi izquierda la parte baja de la barandilla de la escalinata me mostraba el árbol del Apocalipsis que casi brillaba en oro tal era el modo en que la luz refractaba sobre el tono ocre de esa arcilla cocida en el horno a no sé cuántos miles de grados, si miraba de frente me podía perder en descifrar cada estrella, o mis pupilas se podían deslizar en el tobogán de agua hialina, o podría acariciar la superficie lustrosa de esa puerta que une lo alto y deja pasar el agua que sacia la sed de los de abajo, o podría, en primer plano, perderme en el tronco arrugado y casi gris del olmo… Pero el reloj, ése invento tan maquiavélico como tantos de los inventos humanos, me apuraba…