Cómplices

Sábado, 11 de junio de 2011

CRÓNICA DE UN JUEVES IRREPETIBLE
Escrita la entrada precedente, estaba claro que iba a ser difícil que volviera a estas líneas de inmediato. La vida es tan poderosa cuando se pone en marcha y decide variar su cauce habitual, que es inútil intentar nada. Contra los elementos no conviene luchar, ni siquiera conviene pertrecharse con la impedimenta apropiada para la batalla. Mejor abrir los ojos, mullir el espíritu y permitir que su paso deje las huellas apropiadas, esos surcos cotidianos, en este caso más hondos, que me moldean y me dibujan… O como dijo García Márquez: vivir para contarla; aunque uno (más torpe) prefiera decir: vivir por si después se cuenta…
No es un truco literario comenzar por el instante del ocaso del jueves, como he hecho en la crónica de la presentación de Oscurece en Edimburgo. Algunas veces los pequeños milagros de los días son captados por nuestra torpe mirada, excesivamente poco acostumbrada a contemplar la existencia como un regalo impagable. Con demasiada frecuencia actuamos convencidos de que la vida es un poder que nos compete, algo que depende de nuestra voluntad, como de nuestra voluntad depende dar un paso o acomodarse en una silla. Es verdad que en cierto sentido es lógico que así sea, pues no puede uno vivir si a cada instante se plantea que su existencia puede dejar de serlo, pero no estaría de más que cada día en alguno de sus momentos comprendiéramos que estar vivo es un regalo y que, en pura consecuencia, debiéramos acoger esa vida con la misma alegría con la que un niño desenvuelve los obsequios la mañana de reyes o el día de su cumpleaños. Y así fue, y así sucedió el jueves al atardecer, el jueves nueve de junio hacia las nueve y media de la tarde cuando atisbé el meñique del sol calentando la fachada de una casa reflejada en el cristal de una ventana y les dije a Dácil, Ana e Isolda que subieran más rápido, pues estábamos a punto de llegar a contemplar la puesta de sol sobre la torre de la Catedral de Segovia, mi Esbelta Dorada…
Subíamos del Alcázar, donde habíamos terminado por enfriarnos –a pesar del ocaso que se dibujaba como una cucharada de miel entre las nubes que se deshacían-, tanto rato les tuve a ellas tres y a Francisco explicándoles con mi habitual aturullamiento y despistes, cómo la muralla de Segovia aprovecha allá donde puede, y en su lienzo norte casi todo, la pared de la roca vertical sobre la que se sustenta la ciudad; les conté de la Vera Cruz y su leyenda, de Zamarramala y la reconquista del Alcázar, del convento de los carmelitas y del ciprés que hoy es su esqueleto plantado por el más inmenso poeta que los tiempos han dado, del camino cotidiano de San Juan de la Cruz hacia el convento de las monjas carmelitas –buena parte de él hollado tantos siglos después por el paso de Machado cuando, desde el Eresma, subía a su pensión-, del santuario de la Fuencisla y del milagro de María del Salto que relata Alfonso X el Sabio, de las diversas teorías sobre la construcción del Alcázar, de la razón por la que se ubica donde lo hace, de cómo las tropas imperiales de Carlos I casi destruyeron la Catedral Vieja que estaba frente a la guarnición militar donde se pertrecharon –con escándalo del clero- las fuerzas de los rebeldes comuneros, del emerger de la torre de la Catedral sobre las copas de las acacias, del monumento que esculpió Aniceto Marinas –otra vez Aniceto Marinas, como todo el día, apareciéndose en nuestro caminar, con su sonrisa en forma de escultor prodigioso- como homenaje al 2 de mayo, de la Cuesta de los Hoyos, espacio dedicado al cementerio judío y zona por la que en 1492 los segovianos judíos tuvieron que salir expulsados por la reina católica (¿?) camino de la carretera de Arévalo que les conduciría a Portugal, nación donde fugazmente muchos fueron acogidos…
Habíamos accedido a la explanada del Alcázar descendiendo desde la Plaza por la calle de Daoíz primero, donde pudimos contemplar la iglesia de San Andrés y el convento que fundó Santa Teresa, al que subía San Juan de la Cruz, y la plaza de la Merced, y la casa donde Ramón Gómez de la Serna venía de vez en cuando y desde donde redactó su novelita El secreto del Acueducto, y luego –tras fotografiar la entrada del taller de cerámica de los Zuluoga- descendimos hacia la calle Velarde para desembocar en el Jardín del pintor Fromkes desde donde les pude explicar, también por encima, El Monasterio de El Parral, la Casa de la Moneda y le mostré la torre esbelta y casi imposible de San Esteban, una de las más altas, sino la más, del románico español, ese galano románico bizantino. Cruzamos una de las puertas de La Claustra y nos reímos con la norma que impedía atravesar estas puertas a las mujeres guapas una vez oscurecido, no fuera a tentar su belleza a los castos canónigos que allí vivían, y nos sorprendimos con la explicación de la frase ‘picos pardos’ y les mostré la casa donde se asentó la primera imprenta que hubo en España y que imprimió el primer texto en estos reinos, El Sinodal de Aguilafuente, gracias al impulso de uno de los hombres más cultos y sanguinarios que dio la iglesia, el obispo Juan Arias Dávila, descendiente de judíos conversos…
Y el regreso a la catedral, con la puesta de sol aupándose a nuestros hombros fue como cerrar el bucle de la tarde que ya nos preparaba para la celebración de la noche. Una tarde que había comenzado con un café tras presentarles a mi hermano y su mujer.
Allí, como ya he escrito en Pavesas, durante un momento que no fue superior a los dos minutos, pudimos contemplar un milagro y fui testigo de la emoción de mis amigos que, como yo, asistimos en silencio a este acontecimiento de ver fundirse en ascuas la piedra rubia y el ocaso. Y eché en falta a unos cuantos amigos que a pesar de todos sus intentos no pudieron acompañarnos: Anabel, Marcos, Inma… Y también eché en falta a esos otros amigos que aunque no escribieron la novela, estuvieron en su cocina o en su trastienda animando, ayudando, alentando, avisando, protegiendo…
Y dirán quienes conozcan la ciudad: qué modo tan extraño de enseñarles las cosas, ¿por qué te conformaste con la distancia habiendo podido estar en El Parral, en la Casa de la Moneda, en la Vera Cruz, en los carmelitas, junto al Eresma, en La Fuencisla, en la Cuesta de los Hoyos…? Pero todo tiene su explicación, una explicación que podría ser muy larga, pero que voy a resumir en cuatro palabras: celebración de la amistad… Es evidente que uno tenía sus planes, mejor dicho, su boceto de jornada, pero tal y como sucedió con la escritura de Oscurece en Edimburgo, la realidad acaba siendo otro relato, mucho mejor, qué duda cabe, que el que uno había esbozado para sus adentros, sin mucha confianza, también conviene que se sepa… Y es que preferimos compartir la mañana con el vino y los amigos, puesto que Guillermo apareció en medio de nuestro paseo para hacer algo que la víspera no se hizo, no se pudo hacer. Agasajar a quien había hecho un trabajo tan magnífico la víspera.
Luego, tras un cortísimo paseo hasta la Plaza Mayor, pasando por la Casa de los Picos, la Plaza de San Martín y el Corpus, con el vino correteando por las venas, nos sentamos a disfrutar de la comida segoviana, horas que compartió con nosotros Marián. Creo que ya está dicho todo, al decir comida segoviana. Sí, el cochinillo asado, fue la estrella. Todo un clásico, que diría Francisco. Y es que los clásicos y los tópicos ascienden a esa categoría por algo. Lo malo de los tópicos –y los clásicos- es cuando se pretende dar gato por liebre aprovechándose de la buena fe del personal. Pero el restaurante Bernardino no juega ese juego ramplón y rastrero.
Antes de la comida, de los vinos y las risas y algunas confidencias de la intrahistoria de la novela, cuando la mañana aún era un cristal fresco y limpio, habíamos desayunado y habíamos hecho lo que todos los escritores hacen: comprobar los ecos que la prensa había recogido de nuestra presentación de la víspera. Nos sentimos encantados con las dos reseñas breves que El Adelantado y El Norte habían sacado. Como si nos hubieran dedicado una página completa, esas breves líneas. Luego, me los llevé a San Millán, antes de firmar un libro a una de nuestras libreras. Allí me emocioné en mitad del silencio oscuro del templo explicando algunas cosas –sobre todo las imágenes del Cristo y de la Soledad esculpidas por Aniceto Marinas- y comprobando cómo la sensibilidad de mis amigos era una esponja ante la belleza serena que se les mostraba. La admiración que puede levantar la obra humana bien hecha, nos hacía preguntarnos cómo es posible que vivamos en una época que sólo se desvive para que todo sea efímero, leve, rápido –mejor dicho- fugaz…
Y después de la comida, una brevísima parada, una corta siesta que nos acercó a la tarde ya contada…
Cuando abandonamos el breve éxtasis de la contemplación de la catedral como un torre en ascuas, decidimos que era hora de que descansaran las piernas para que la lengua se ejercitara y las confidencias que siempre surgen en estas conversaciones fueran estrechando aún más los lazos, mientras se hablaba de esto y de aquello con la misma anarquía con la que una abeja liba en esta flor o en aquella. Repuestas las fuerzas físicas, cazcaleamos por las callejuelas de la judería segoviana y descubrimos instantáneas que podrían haber sido edimburguesas, y cruzamos también la calle donde la marcha del jueves por la noche se hace vértigo ruidoso, y contemplamos desde arriba en nueva perspectiva, la Plaza de San Martín, y rozamos con los dedos el imponente Torreón de los Arias Dávila, mientras nos despedíamos de Isolda que madrugaba la mañana del viernes para emprender su viaje de regreso…
Y aproveché esas horas en que el reloj daba las doce campanadas de la media noche, para llevar a Ana, Dácil y Francisco hacia su hotel, por el extraño y fascinante camino de las callejuelas que desembocan en el Postigo del Acueducto, desde donde se ve una de sus perspectivas más completas y llamativas… el viejo abuelo gris e irreductible, el viejo guardián de nuestros sueños, esa delicada hilera de ceniza en vuelo, ese peine de los vientos, ese costillar de la serpiente gruesa (y que conste que ninguna de las imágenes se debe a mí, sino que son todas escritas por quien tuvo más tino poético que el de uno). A veces, por la noche, mientras escribo, mis pupilas son conscientes del destello blanco de un flash que ha partido desde ese Postigo de la muralla por donde el Acueducto va rindiendo su viaje de catorce kilómetros para entregar su tesoro de agua y vida a la ciudad. En ese momento era yo quien estaba en ese punto contemplando el destello del flash que atrapaba ese instante que tampoco quiso perderse la luna que se asomó, curiosa y casi llena, entre los visillos de las nubecillas…