Cómplices

Domingo, 31 de julio de 2011

Como si uno perteneciera a cierta antigua usanza, comienzo mis vacaciones laborales (parte de ellas, tres semanas) con el inicio del mes de agosto. Y será de las primeras veces en estos veintitrés años que así sucede, porque agosto, a pesar de la costumbre española, no es un mes que me guste en exceso para las vacaciones, al menos para su parte más extensa.
Pero las cosas son como son, y uno no puede oponerse a ellas, sobre todo porque tiene que acoplarse a los tiempos y a las necesidades de otras personas. Uno no es isla en nada, y mucho menos en su trabajo.
Durante las pasadas semanas me he planteando qué asunto creativo me ocuparía este periodo, como siempre me planteo las vacaciones estivales, al menos en la última década. Siempre he tenido algo entre manos que ha convertido este tiempo en un remanso de felicidad, o lo más próximo a la felicidad que conozco. Eran proyectos simples que no aspiraban a nada distinto a emplear el tiempo del modo en que a uno le gustaría emplearlo mucho más a menudo. Fueron las semanas dedicadas casi con exclusividad espartana a Aquel sábado lluvioso, Fin de trayecto, Alas rotas, Cuentos de Euritmia, Gorrión de invierno, Identidad o las reescrituras de Humanidad perdida, Cual crujido de hoja seca. Algunos de ellos como Aquel sábado lluvioso, o, Fin de trayecto me ocuparon varios veranos… Pero estas pretensiones sólo se pueden lograr en la época vacacional, que corresponde a los seres privilegiados –entre los que nos encontramos por más que no nos lo creamos, por más que estemos en el último escalón de este grupo-. Porque quien no disfruta de un trabajo remunerado o no dispone de unas rentas holgadas, no se puede permitir el lujo de hacer exclusivamente aquello que le apetece. Y en este apartado, lo subrayo de modo explícito para evitar confusiones, también entran muchos componentes del club literario, que tienen que completar su soldada con tareas ubicadas en la frontera de lo literario: jurados de vagos concursos, reseñas literarias, columnas en revistas o periódicos, conferencias, tertulias peligrosísimas en radios o televisiones…
Ocurre que después uno descubre los peligros y comprueba en propias carnes las consecuencias de este hábito, lo que tengo dicho tantas veces, a saber, que la literatura es una droga dura, la más dura que conozco, porque es adictiva hasta el extremo de no poder vivir bien cada jornada si no has consumido alguna dosis, es decir, si no has escrito al menos algunas líneas. Y, de pronto, cuando te has metido en vena durante un mes jornadas felicísimas de más de diez horas, es imposible volver a la rutina anterior. Uno ya no puede convertirse en alcohólico de fin de semana, como sucede con ciertos individuos que beben hasta el desfallecimiento sólo en esas jornadas de asueto laboral.
No, ya es imposible. Todos los días se hace necesario dejar el rastro de algunas frases, para que en el interior no se empiece a percibir el rasguño tan molesto y dañino de la ansiedad, de ese sentimiento parecido al de la abstinencia. Y entonces sucede, me sucede, que lo que debiera ser un modo de ocupar el ocio, se convierte en el tiempo trascendental de la jornada. Y todas las horas giran con la mirada puesta en el momento en que uno se sentará ante el ordenador para escribir y leer lo que otros han escrito.
Si no acabo la jornada con el cansancio que produce haber estado escribiendo un par de horas, al menos, algo ha fallado, no estoy a gusto conmigo mismo. No digo que esta labra mía sea un laboreo de fruto excelso. No estoy diciendo que tanto tiempo dedicado a este afán, se corresponda a una calidad a tener en cuenta. Lo que digo es que eso me da exactamente lo mismo, que no invierto esas horas pensando en su conclusión, sino que me afano en la tarea, porque esa es la parte de la literatura que me interesa. Creo que lo he dejado dicho en algún otro lugar, o quizá aquí mismo, ya no lo sé. No me refiero, como algunos de mi entorno piensan, estar ante el ordenador trasteando en otros blogs, o en periódicos o en páginas literarias o respondiendo correos electrónicos o incluso trinando en mi cuenta de Twitter. Sí, todo eso es importante para mí, pero no es necesario, salvo los correos que mantienen siempre ardiente el ascua de la amistad, humeando su aroma de incienso o sándalo, pero no es ese tiempo el que me produce esa sensación de cansancio satisfactorio y necesario, sino la de estar frente a la pantalla conmigo mismo y dejando que los dedos se posen a su velocidad de crucero sobre las teclas del ordenador, acaso mientras contemplo el paisaje torreado de esta ciudad que me acoge.
No encuentro mayor felicidad.
Y esto, sinceramente, hay pocas personas que lo entienden, y probablemente esa falta de comprensión es una sombra fría y alargada que cada vez se adensa más en mi interior, y me produce más inquietud. Quizá quien escriba pueda comprender la sensación a la que me refiero, y es posible que sienta algo similar en su interior. Y más, mucho más, como me sucede en este tiempo de vacación, si son las horas de la mañana las que te permiten ser usadas como territorio para la creación, casi como si fueran niñas que desean jugar y jugar y jugar sin que el tiempo pase. Y es que uno, habitualmente, se pone a escribir con el día vencido, con la jornada en fase de bostezo, envuelta en su batita de estar en casa, cuando oír el timbre de la puerta es sinónimo de un mal paso o de una mala nueva. Supongo que esto es una costumbre. Si uno pudiera organizarse el día a su completo antojo, quizá usara –por necesidades del guión- las horas más oscuras de la madrugada como aliadas y compañeras de sus tropelías de escritor; pero uno no sólo es deseo o afán o impulso, también es masa celular, organismo y cuerpo y esta parte ya está acostumbrada a un biorritmo determinado que sería costoso variar. Uno está acostumbrado a levantarse sin pereza y con determinación antes de las siete de la mañana, salvo que se haya acostado más allá de las dos de la madrugada que todo puede suceder.
Ayer en Austria Javier Marías, mientras recibía no sé qué premio que le ha concedido el gobierno de aquella nación, reflexionó sobre la soledad que el escritor necesita, en parte elegida y en parte porque carece de alternativa, para acabar un libro que cuando haya finalizado será "una gota en el océano".
Quizá sea éste el motivo por el que mis veranos de los últimos tiempos han sido los momentos de verdadera creatividad, porque he contado, casi de amanecida, con más horas de esa soledad necesaria.
Pero este año, a diferencia de otros, no tengo nada entre manos, al menos hasta este momento, porque podría suceder que en acabando esta entrada se me ocurriera cualquier cosa. Podría ser el momento de afrontar la lectura de un texto que me hicieron llegar en el que se cuenta –aunque no sea muy por extenso, a penas cien páginas- la biografía de cierto personaje que me interesa. Pero eso no me atrae ahora. Lo que más deseo es zambullirme, como un buzo con las bombonas repletas de oxígeno, en lo más hondo del océano de una novela, pero sin tener que cruzar el territorio hostil de la documentación, esa parte que en tantos casos no es que venga bien, ni siquiera es que sea necesaria, sino que es imprescindible. Y puestos a elegir lecturas, uno prefiere para este tiempo lánguido del verano otro clase de libros, de versos o de historias.
Todo esto para decir, en fin, que durante estas tres semanas quizá estas páginas crezcan desmesuradamente, porque a la postre es la metadona que me queda y que consumiré en las primeras horas matinales, y también para decir que, si al final no aparece ninguna idea, como una mariposa inesperada –que las trazas son de ello-, quizá puede dedicarme también a la lectura. Hay tantas cosas esperando que lo importante será ir leyendo, sin más. A lo mejor es el único modo de encontrar la historia que uno necesita…
Por cierto, y aunque no tiene nada que ver, no quería que se me pasase otra jornada más sin anotarlo. El otro día dejé dicho que me barruntaba que los vencejos ya se habían ido. Hoy lo confirmo. Entre nosotros ya no están las cigüeñas, ni los vencejos, y me temo que el chirlar nervioso de las golondrinas y los aviones es el anuncio de que andan preparando sus pertrechos para iniciar su anual viaje hacia el sur, para continuar con su tarea: vivir, sin más.