Ayer por la tarde hube de sujetar la emoción con la energía y la determinación de un jinete con brazos y piernas poderosos, pues en contra de lo que se podía sospechar, se convirtió en un potro desbocado que pataleaba contra mi pecho y contra mi garganta con ganas de salir al exterior sin importarle nada. Al final uno siempre es un sentimental, al que le cuesta soportar el sufrimiento de los demás.
El tanatorio, hacia las siete y media, era un constante ir y venir de personas impactadas por la realidad, acaso un poco noqueadas. Era fácil imaginar a esa hora, cómo había estado el lugar durante el resto del viernes, desde que al mediodía, más o menos, se supo que se podía subir hasta allí, pues hasta entonces sólo se conocía, mejor dicho, sólo se iba conociendo el hecho. Desde muy primera hora de la mañana sabíamos –aunque un poco confusamente aún- por la radio lo tremendo del suceso.
Una avioneta se había estrellado contra el suelo y había ardido provocando un pequeño incendio cerca del aeródromo de Marugán; en el aparato viajaban dos personas que se convirtieron en pocos minutos en cuerpos abrasados. Uno de ellos –según fuimos sabiendo al pasar los minutos- era el comprador alemán del avión y el otro quien lo probaba, como parte rutinaria de su propio trabajo. Es decir cotidianidad pura y dura, por más que a nosotros ciertas prácticas siempre nos parezcan una aventura desmesurada. No conocíamos a ninguno de los dos fallecidos, pero sí a buena parte de los tíos del joven segoviano. Yo, en concreto, a cinco, nada menos, y a otro por las informaciones de la prensa. Dos de ellos son compañeros de trabajo y una tercera casi se puede decir que la vemos o hablamos con ella a diario, normalmente en el ámbito de la oficina. Había que ir, pero, sobre todo, quería ir, necesitaba ir, porque son personas a las que uno quiere, aunque no formen parte del círculo de sus amistades.
A lo largo de la mañana la noticia fue llenando con detalles más o menos precisos los vacíos que habían dejado las escasas líneas de información periodística. Fuimos completando esos minutos fatales con los datos que sólo los testigos de primera mano pueden aportar y que una primera información de urgencia no tiene capacidad para transmitir.
Empezó a llegar a nuestros oídos que el sobrino de nuestros compañeros tenía veintinueve años y se iba a casar muy a principios de septiembre. Luego, unas horas después, se supo que en el momento en que la muerte se iba a presentar a realizar su particular cosecha truculenta, estaban en las instalaciones del pequeño pueblo, además de los dos muertos, el hermano y socio del fallecido, sus padres y la novia de él. Nos dijeron que, como siempre se hace en estos casos, habían llenado de combustible el depósito del aparato. Después de despegar, la madre cogió el coche y con la intención de regresar a Segovia para prepararles la cena, advirtiéndoles que no se entretuvieran mucho y fueran pronto a casa. Ella misma, pocos kilómetros más tarde, por una especie de pálpito maldito, giró la cabeza y comprobó la densa humareda negra que ascendía hacia el cielo y supo con la certeza irracional de las premoniciones lo que había ocurrido. Entretanto, en el aeródromo, el hermano salió corriendo hacia donde se había estrellado la avioneta e intentó rescatar a los ocupantes, pero las llamas se lo impidieron; de hecho sus manos acabaron quemadas en el vano intento de rescate.
Noticias de este tipo a uno le hacen repetir reflexiones tan obvias, que habitualmente no se tienen en cuenta. Ideas tan manidas que casi da vergüenza escribirlas. Afirmaciones que tienen que ver con la fragilidad de la vida o con la inutilidad de planear la existencia o con lo mal que se aprovecha el tiempo de la existencia, ay, siempre tan breve, tanto que se puede acortar todo lo que no sospechamos en el momento más inadvertido.
La muerte repentina de una persona tan joven, por causa tan traumática como un accidente aéreo, es un hachazo al ánimo que siempre deja alguna señal. Cuando el muerto es un hijo, un hermano, un novio, un sobrino esa señal es una herida que no termina nunca de cicatrizar y si lo hace no desaparece de nuestra vista, es como si ese hachazo hubiera sido en mitad del rostro. Además no hay cirugía plástica posible para disimular su rastro imperecedero. En estos casos siempre pienso sobre todo en los padres, que tendrán que vivir con esta losa el tiempo que les reste a su propia vida, si es que se puede llamar vida a lo que tienen por delante.
En un momento así se suele exclamar –ayer no lo escuché, por suerte-, ‘¡Y con toda la vida por delante!’, sin darnos cuenta que lo único que tenemos por delante son proyectos, que por delante no hay nada, sino ilusiones, meras posibilidades que, ciertamente, se suelen llevar a la práctica, hasta que un día dejan de hacerlo. Y ese día siempre es un misterio, siempre es una sorpresa.
Allí, en el tanatorio, nos encontramos con unos, con otros. Conocía de vista a muchos de los que por allí andaban, pero a la mayoría no. Son círculos muy diferentes los suyos de los nuestros, con un punto en común: el trabajo. Pero pronto, en la propia puerta, estaban a quienes queríamos besar y abrazar. Y eso era lo importante, en realidad lo único. Que hubiera tantas personas, tantas, en las dependencias casi nuevas del lugar, era irrelevante de cara a nuestras pretensiones, aunque ayudaba a ponderar de una manera más precisa el modo en que este accidente había llegado a la ciudad; también era un modo de hacer visible la extensión de esta familia.
Por suerte, digo, no tuvimos que dar ni un solo paso buscando a alguno de los que buscábamos. Allí mismo vimos a dos tías del muchacho, nuestra compañera y otra de sus hermanas, que hace ya tantos años –treinta nada menos, uno más que los que tenía el chaval- compartimos COU. Reside fuera de Segovia y últimamente nos vemos con alguna frecuencia, pero siempre en el tanatorio, lo que es plato poco apetecible. En pocos minutos fuimos viendo a quienes realmente teníamos que ver, porque haberse acercado a mostrar nuestras condolencias a los padres de la víctima hubiera sido como hacer una reverencia tristísima de salón, porque no les conocemos, porque tenían que llevar sobre sus almas, además de la muerte de su hijo, la paliza de todo un día de atenciones a amigos, conocidos y saludados que por allí se habrán ido dando cita.
Y uno se da cuenta que esto es lo justo y necesario. Acercarse, porque muchas veces el único consuelo, la primera cura de urgencia para los espíritus heridos por el dolor es poder abrazarse a alguien e incluso sollozar un poco sin miedo al ridículo o sin miedo a que el abrazado se sienta incómodo. Y esto sólo sucede cuando la persona a la que te abrazas es lo suficientemente conocida, aunque no llegue a ser tu amigo. Hay que procurar desembalsar tanta angustia, hay que intentar aligerar el lastre de esa carga que, a la hora de la verdad es inútil. Poder hablar con la suficiente confianza, convertir en verbo los sentimientos contradictorios también es fundamento inexcusable para iniciar el camino del alivio. Poder increpar si es preciso a un destino inextricable o, aunque no fue el caso, interpelar con insolencia a la propia divinidad Es poca cosa, pero ayuda, y si para eso poquito sirven los compañeros de trabajo, es sencillo poder hacerlo. Y más cuando hay una corriente de cariño que viene durando años y años.
Estas cosas, por suerte o por desgracia, sólo se entienden cuando se ha estado al otro lado, en el de los heridos por el hachazo, en el de quienes seguimos con la existencia, pero con un fardo encima de este calibre. Hasta que no sucede tal cosa, uno quizá piense que todo esto son pantomimas o gestos que forman parte de un protocolo, de una etiqueta que tiene más que ver con ciertos ritos sociales que con la verdad. Y qué duda cabe que también hay algo de esto, porque en muchas ocasiones, muchas de las personas que acuden a dar el pésame, acuden para ser vistos, para que no se les pueda reprochar la ausencia, para ejecutar un volatín de luto ante la concurrencia. Una de esas convenciones sociales insoportable y que habría que extirpar de raíz, puesto que esas visitas son las que realmente cargan, las que dejan un agotamiento indecible en los deudos, ya que ante estas visitas de puro ‘cumpli-miento’ sí hay mantener una entereza que a ratos se hace casi imposible, ante ellos uno no puede mostrar el alma en pijama, sino que tiene que disfrazarla con la estricta etiqueta que aprieta por todas partes. Y en momentos así, el alma de uno necesita zapatillas y batín, a ser posible raídos y deformados por el uso, y poder deambular a su gusto, sin pensar en nada más, salvo dejarse llevar por las cuchilladas de un dolor inexplicable, pero sobre todo insoportable.