A este escribidor, que no sabe montar en una bicicleta, sin embargo le encanta el ciclismo. Al menos las etapas de alta montaña, las que, al mismo tiempo, son inhumanas y convierten a los profesionales del pedaleo en verdaderos titanes. A mi modo de ver, en este deporte, al menos en sus manifestaciones extremas, pueden encontrarse viejas esencias de cierta épica que se ha perdido en otras facetas de la vida, que ha quedado, parece, para otras épocas de la historia humana.
Supongo que los especialistas pensarán que estas ocurrencias poco o nada tienen que ver con la realidad de un ciclista profesional que se gana la vida de este modo tan abnegado y duro. No es complicado imaginar que para ellos todo será más prosaico y rutinario, incluso las grandes gestas, como la de esta misma tarde por las laderas de los Alpes entre el Izoard y el Galibier. La de hoy la ha firmado y rubricado Andy Schleck que ha desterrado para siempre esa fama de timorato, esa orla que le iba creciendo en forma de opinión que aseveraba que sólo corría pendiente de la respiración de Alberto Contador. En realidad, y lo digo por delante para que nadie me entienda mal, me hubiera gustado que la hazaña valiente, más propia de otros tiempos, la hubiera protagonizado nuestro Alberto Contador. Este chaval de Pinto, sincero y astuto, con rostro sonriente y mirada brillante de niño pícaro y travieso, tiene toda mi admiración. Y después de este año mucho más aún. Él ha conseguido que uno recuperase la emoción con este deporte, al poder contemplar memorables etapas como las que nos enseñó hace ya tantos años mi paisano Perico Delgado, verdadero artífice del renacimiento popular de este deporte entre el aficionado común español, que desde mediados de los años ochenta pasa las siestas del mes de julio pegado a las pantallas del televisor, pero en realidad ocupa una cuneta interminable de alguna carretera gala…
Sin embargo la gloria le ha llegado al espigado y serio luxemburgués, ese joven de mirada como de hielo. Andy Schleck, quizá sin saberlo –pues tras lo visto en las últimas etapas parecía improbable-, aunque quizá lo supiera mejor que nadie, ha atacado el día en que Contador iba peor, con las fuerzas más justas. No sé. No he leído ni he escuchado nada después de la finalización de la etapa para que mis opiniones sean sólo mías. Digo esto porque, al principio, a sesenta kilómetros de la meta, su ataque no parecía un ataque definitivo, ni tan diferente a los varios que tímidamente había protagonizado en los Pirineos y que no lograron desbancar a nadie. Allí, junto a la frontera hispano-francesa-andorrana, cuando alguno de los hermnanos Schleck intentaba alejar de su estela a Contador, Evans, Voeckler, o Samuel Sánchez… era incapaz.
Hoy, sin embargo, todo ha sonado a algo diferente… A viejo ciclismo, sí, pero también a aventura épica, a relato de héroes antiguos, a novela sobre personas que por un sueño lo arriesgan todo, hasta su propia vida. Quizá –repito- si cualquiera de sus rivales se hubieran ido a por él desde el primer momento, en el Izoard, todo esto no habría sucedido, aunque el resultado final hubiera sido parecido…
Aquí está la grandeza de todo lo que ha ocurrido. Lo de menos es el resultado de la etapa. A tres jornadas del final (en realidad dos, pues la del domingo suele ser de puro trámite), no es posible adivinar quién acabará vestido de amarillo sobre el pódium de los Campos Elíseos parisinos. Muchos dirán que Evans, que a última hora ha demostrado que tiene agallas, cuenta con muchas opciones; otros opinarán (entre los que me encuentro) que la gesta de hoy merece el premio definitivo; supongo que otros argüirán que la defensa que Voeckler está haciendo de su liderazgo merece esa recompensa, pues ha aguantado muchísimo más de lo que cualquier pronosticador avezado hubiera soñado… Incluso el hermano de Andy, Frank, puede tener aún ciertas opciones. Lo único que está claro es quién no lo va a ganar: Alberto Contador. Pero repito, para mí la importancia de la etapa de hoy no está en su resultado final que hubiera podido ser similar en otras condiciones, a las que estamos más acostumbrados, sino el modo en que se ha gestado, la manera en que se ha escrito. A sesenta kilómetros de meta el joven como un junco se ha lanzado sin pensar en otra cosa diferente que en ganar, no la etapa, quizá ni siquiera el propio Tour, sino en hacer algo aún mayor: pasar a la historia de este deporte, en el que se podrían escribir –como de hecho se escriben- grandes narraciones en las que la estrategia, el pundonor, la valentía, la desgracia o la fortuna, la generosidad y la vileza, la nobleza con las más bajas artimañas, conviven en la misma redoma: un trasunto de la misma vida. Y ver su pedalada intensa e irrefrenable durante más de cuarenta o cincuenta kilómetros alargar la distancia entre él y el grupo que parecía frenado por la mano de algún dios que le impedía avanzar a la misma velocidad que al pequeño de los dos hermanos, era contemplar la metáfora de la decisión aguerrida, era asistir al relato de lo que puede una voluntad que se decide, por fin, a jugar todas sus bazas sin importarle las consecuencias. Sólo quien arriesga gana y él ha arriesgado tanto que ha ganado mucho. Mucho más de lo que hoy se piensa él mismo.
Pero llegan ocasiones en que además de competir contra todos –incluyendo la propia naturaleza tan imponente, rotunda e inabarcable-, el ciclista se enfrenta a sí mismo, en una especie de batalla sin cuartel. Una de las batallas que puede ser de las más cruentas o de las más gloriosas.
Ha habido un momento, esta tarde, como a seis u ocho kilómetros del final de la etapa, en que por fin el de Luxemburgo se ha quedado solo. Ha terminado de soltar a su último acompañante de fuga. La distancia había menguado casi un minuto respecto de los perseguidores. El gran favorito hasta ese momento, el australiano Cadel Evans, al fin se había decidido a dar la cara, y como un caballo desesperado subía por unas cuestas que en cualquier otra situación habría cruzado a diferente velocidad, con distinto gesto, a la espalda de alguien, como si con él no fuera la cosa. Pero en ese momento Andy sólo pensaba en llegar hasta la cima. El único adversario a quien tenía que derrotar era al Galibier y a sí mismo. Vencer a esa fatiga que a veces le atravesaba las pupilas y que parecía hacer más lechoso aún el color de su piel tan blanca. Por un momento he pensado que la suya iba a ser una victoria pírrica, cuyas consecuencias serían funestas para sí mismo en primer lugar mañana, todo lo más pasado mañana. El australiano ascendía a la velocidad que otorga la rabia y quizá la ira, pues aún sospechaba que Contador le tendería una trampa. Por una vez su táctica que tantas ocasiones parece parasitaria, ha sido derrotada, y ha tenido que decidir por él mismo. Y cuando lo ha hecho, ha sido hermoso ver cómo metro a metro, pedalada a pedalada, rebajaba esa diferencia que había crecido gracias a una tenacidad y un esfuerzo más propio de titanes que de humanos. Quizá el australiano haya sido la segunda víctima de la debilidad del español; de lo contrario es probable que se hubiera vuelto a aprovechar de otra circunstancia de la carrera –como hasta ahora, como casi siempre-, pero hoy estaba solo, los demás tenían bastante con lo que tenían. En ese momento, repito, en que pensaba que todo estaba abocado a un botín insignificante, el menor de los Schleck ha alzado sus pupilas a la cumbre, ha tenido que girarlas hacia su derecha, si no me equivoco, y de nuevo ha recuperado el ritmo de quien ya estaba convencido de que todo merecía la pena: el dolor en las piernas, la falta de oxígeno de un aire que abrasaba los pulmones, la ausencia de fuerzas para nada más que no sea dar pedales arrastrando un desarrollo inalcanzable para cualquiera que no sea profesional. La diferencia se ha estancado en esos tres minutos. Sin saberlo Andy, la astucia de Alberto le estaba valiendo mucho. Aún casi nadie, salvo quizá su sombra, Frank, sabía que el de Pinto estaba a punto de desfallecer, aunque quizá ya se barruntaba, pues a la distancia que el pequeño grupo estaba de la meta, era inexplicable que este joven de mirada de carbón y sonrisa de nardo no hubiera intentado alguno de sus arranques como de relámpago. Y en ese momento, algunos se han dado cuenta que era igual de importante alejar al español que acercarse al luxemburgués.
Con la grandeza con la que sólo los grandes campeones pueden asumir la derrota, así ha pasado su tortura hoy Contador, sin inmutar el gesto, sin perder la compostura, digno, elegante, sobrio. Quizá la caída de la primera etapa de este Tour haya tenido muchísimas más consecuencias de las inicialmente previstas. O quizá los esfuerzos de los días pasados. O quizá el último Giro de Italia o quizá que los titanes no son dioses y caen derrotados de vez en cuando, como siempre ha pasado y como siempre pasará.
Por delante, Andy también sufría. Nosotros, los espectadores, veíamos descontar el segundero de la diferencia, mientras Evans y Voeckler –al ver el hundimiento de Contador- se exprimían más allá de lo humano. Ambos sabían que era importante minimizar los efectos de la victoria, al menos en la clasificación, ya que no lo conseguirían en la historia de esta competición y de este deporte.
Allá donde la cámara enfocara, contemplaba al ser humano en una situación de máximo esfuerzo, más allá de lo que incluso sus preparadísimos cuerpos podrían afrontar en otras condiciones que no fuera la etapa reina del Tour de Francia. Seis u ocho jóvenes al límite de toda su capacidad física, escribiendo líneas que ayudan a comprender ese afán ilimitado de superación continua que se adueña del ser humano. Aunque estoy seguro de que ninguno de ellos ha dejado de pensar en la clasificación del Tour y en su propia clasificación, también estoy seguro que más de una vez en estos últimos kilómetros, a unos 2.500 metros de altitud, les ha cruzado por su cabeza –quizá como una ráfaga de viento- que, además, estaban escribiendo una de las epopeyas que esta competición deja y que va nutriendo su propia leyenda, agigantándola hasta el extremo. No todas las ediciones del Tour pueden escribir páginas de este calado. Quizá la hazaña que hoy ha protagonizado Andy Schleck sea comparable a las escritas por muy pocos. Porque no siempre los seres humanos son capaces de jugarse todo por un sueño, a sabiendas de que el precipicio estaba abierto para engullirlo a la vuelta de cualquier curva del camino. Y la suerte de todo esto es que hemos podido estar presenciando esta gesta y haber disfrutado de ella, aunque más lo hubiéramos hechos si otro hubiera sido el protagonista, pero a cada uno la gloria le llega por caminos y a horas diferentes.