Cómplices

Lunes, 18 de julio de 2011

Quizá debiera de no ser de este modo, pero hay fechas que están ancladas en el ánimo de uno de tal modo que es difícil sustraerse a ese hierro que se encarna, en este caso dolorosamente. Porque me duele que España aún ande recomponiendo los fragmentos diseminados de sus muertos y de sus fantasmas.
Hoy podría hablar de nuestro cazcaleo vespertino de ayer por las calles de Ávila o alrededor de su muralla. De mi enfado al descubrir el hito al recorrido de la lengua castellana frente a la Puerta del Rastro, o de los versos rescatados en el monumento a San Juan de la Cruz junto a la Diputación Provincial, o a la huertecilla de Santa Teresa, reproducida en el interior de la iglesia que se elevó con tanto boato sobre el solar que fue su casa…
También podría escribir sobre el modo en que me ha levantado de la siesta el joven vendedor domiciliario empeñado en colocarme dos cosas que no quería bajo ningún concepto y que por suerte, esta vez sí, he librado después de unos cuantos noes contundentes, casi agresivos (¿Por qué no bastará ante determinados individuos una negativa sencilla y educada? ¿Por qué le tienen que poner a uno al borde del mal humor y la peor educación? ¿Por qué es necesario explicar las razones de una negativa a un vendedor? ¿En qué parte de la extensión de la palabra ‘no’ se pierden?). O podría haber escrito, en consecuencia de lo anterior, sobre las implicaciones acerca de esa compulsiva tendencia de las grandes empresas a meter(nos) sus productos en nuestra intimidad hogareña de un modo que tendría que estar perseguido por ley. O sea prohibido, simple y llanamente prohibido. Cuando uno desee algo ya sabrá o ya encontrará el modo de obtenerlo…
Pero ahí está esa fecha, engendrando dolor retrospectivo en mi ánimo, impidiendo con su peso de plomo que uno acuda a lo cotidiano como si nada hubiera sucedido.
Quien haya nacido entorno a 1970 y no digamos, si ha sido después de 1975, no entenderá muy bien este afán nuestro por recordar cada 18 de julio que en tal jornada como hoy de 1936 comenzó una guerra (in)civil en España, iniciada por un intento de Golpe de Estado que no triunfó inicialmente en todo el territorio. Les ha de parecer absurdo a muchos, esta especie de lastre que aún nos ocupa a los que tenemos más edad. Quizá lleguen a pensar estos jóvenes que sus generaciones precedentes están bastante mal de la cabeza.
Durante toda mi infancia y hasta los trece años, el 18 de julio, además del día de la paga extraordinaria de verano, era un día de fiesta en que se celebraba o rememoraba (es decir se hacía memoria) de algo que fue horrible: una guerra fratricida, que como todo el mundo sabe, textualmente quiere decir asesinato del hermano. Y con esos pocos años ocurren dos cosas, la primera –y más importante- que aquello que se introduce en la conciencia en esa edad de la infancia, es muy difícil de extirpar, porque entran en funcionamiento unos mecanismos del cerebro sobre los cuales la razón juega en desventaja. Es un tipo de conocimiento que tiene más que ver con los afectos y como es bien sabido, eso es muy difícil de modificar. La segunda consecuencia es que durante ese tiempo se ocultaron datos, tantos, que a veces se hacía insoportablemente inexplicable aquellas razones. Quizá fuera esa ausencia de información, o esa información tan sesgada, la que primero me hizo dudar –allá en mi primera adolescencia- acerca de la realidad absoluta de lo que se nos transmitía. Algo así como me empezó a suceder con los disparates que nos pretendían enseñar sobre los protestantes o los ateos, por ejemplo. Si en el mundo –y este era mi razonamiento simplón- había otros países que vivían de otra manera (y aunque la información era escasísima algo se sabía) y no eran precisamente subdesarrollados, ni vivían sumidos en el más absoluto caos y libertinaje (que era la amenaza que nos llegaba desde muchos ámbitos –no sólo a través de los telediarios-), algo no me cuadraba.
Hasta ahí llegaba mi capacidad deductiva. Presumir ahora de otras cosas (por ejemplo militancias clandestinas, lecturas no menos clandestinas, etcétera) sería mentir. ¿Para qué mentir? Uno vivió cómodamente instalado en esa inopia compartida y colectiva. Uno no asistió ni nunca supo de cenáculos secretos donde se conspirase contra nadie, menos aún contra aquel caudillo, que siempre me pareció un abuelo tembloroso y poco o nada peligroso; ni siquiera en algunas sacristías relativamente progresistas escuché proclamas muy evidentes, más allá de vagas generalizaciones que incluso uno de los falangistas más puros, ortodoxos e iniciales podría suscribir con relativa calma. Quizá hasta mediada la década de los años cincuenta, fue posible algún intento de este tipo; pero desde ahí y hasta casi el final del Régimen, salvo en un exilio cada vez más arrinconado en su ostracismo, o quizá en algún pequeño grupúsculo que pudiera respirar con relativa impunidad, nada trascendía al común de los españoles, y mucho menos aún en una ciudad como ésta tan levítica, tan tradicional, tan poco dada a las aventuras. Sólo quizá lo sucedido en el juicio de Burgos y la firme postura del Papa Pablo VI sobre la concesión del indulto a los condenados, con la negativa definitiva del Jefe del Estado, me puso sobre aviso. Aquello que se empezaba a escuchar sobre algunas homilías de algunos curas, sobre todo en el País Vasco, empezaron a despertar mi curiosidad en forma de preguntas que, por otra parte, tampoco solían salir a pasear a ninguna parte, más bien se quedaban dando vueltas en la despensa de mi cabeza.
El problema de todo esto es que desde 1976 todo cambió de modo radical y muy pronto –en plena efervescencia adolescente, o lo que es lo mismo, en plena revolución personal- tuve que recomponer todos los datos para tener una visión más o menos precisa de lo acontecido aquel achicharrante día de julio. Sé que es imposible que tal cosa se produzca, puesto que ni los historiadores se ponen de acuerdo del todo. Aún hoy, setenta y cinco años después, se producen continuas revisiones históricas sobre todo lo acontecido, en las que lo que más cuenta es la tendencia ideológica del propio historiador. Es, probablemente, muy temprano aún para afirmar que el cadáver está frío. Aún corre por muchas venas demasiado dolor y demasiado miedo, como para que todos acepten su parte de culpa y sus múltiples errores.
Lo que sucede además (y de esto sí me di cuenta desde el principio) es que los derrotados habían estado expiando su culpa y su error (si es que los había o si es que los había en el grado que pretendieron los vencedores) durante treinta y seis años siete meses y veinte días. Y por tanto era necesario, justo y recomendable para la salud de este país, que se dedicaran a explicar su parte de razón y sus verdades (que también las debería haber), pues es imposible que un pueblo se equivoque en masa votando por unas determinadas opciones políticas. Nadie en su sano juicio puede pretender que todo votante del Frente Popular era un asesino, un pirómano de iglesias y conventos, un violador de monjas o un bolchevique que obedecía los pérfidos dictados de la URSS que pretendía la eliminación de la religión del mundo, y que el Partido Comunista gobernase nuestra Patria.
Utilizo estas palabras muy a propósito, para que se vea y rechine en las miradas actuales el modo de pensar que nos habían inoculado. Aunque es mentira –pues a estas alturas la mayoría reconoce que lo religioso era el ropaje con que se disfrazó sistema al que la cuestión sólo le importaba si servía como mordaza para el pueblo-, el régimen dictatorial del franquismo se apoyó sobre todo en varios clichés insertados en nuestro cerebro y todos ellos tenían que ver con el aspecto religioso: cruzada, reserva espiritual, catolicismo acendrado, etcétera, era lo que distinguía a la católica España del resto del mundo, del que queríamos imitar, por otra parte, su desarrollo económico, su bienestar, su riqueza, y para alcanzar esos niveles que se tenían en Europa, casualmente se ‘copiaron’ los planes quinquenales soviéticos bajo la fórmula de los famosos planes de desarrollo que acuñó López Rodó. Increíble, visto con cierta perspectiva.
Lo lamentable es que después de treinta y seis años desde la muerte de Franco, aún se tengan que dilucidar ciertas cuestiones y uno tenga que participar o escuchar ciertos debates y afirmaciones.
Los cadáveres que no se entierran bien, acaban por arrojar efluvios fétidos al aire que se respira. Quizá cuando se diseñó la Transición, se pensó que los muertos y los olvidados no podrían resucitar, pero nadie contó con que los nietos iban a reivindicar a sus abuelos. Quizá el miedo y el afán de acabar con tanto oscurantismo, empujó a los partidos políticos –a sus líderes- a sellar sus labios y a no revolver las cosas, que si aún hoy parecen calientes, treinta y tantos años atrás lo estaban más.
Más les valdría a algunos actuar del modo contrario al que actúan; pero es evidente que a muchos el miedo les acucia. Los fantasmas de los muertos, probablemente acechen. Reivindicar el ADN del que uno procede está en las entrañas de cada ser humano. Y si uno a cierta edad quiere saberlo todo de sus antepasados, tiene que ser muy doloroso saber que su cuerpo quizá yazga en alguna cuneta, o que fue paseado porque había votado tal o cual partido, o que por esos hechos o similares una estirpe se haya visto mancillada, ultrajada y expoliada a lo largo de las décadas. Es propio del cuerpo sano que no haya heridas que supuren, si esa infección no brota al exterior, sino que va invadiendo los órganos internos, el peligro de sepsis es evidente, y todos saben que una septicemia fácilmente concluye en un tanatorio…
Una cosa es que determinado bando perdiera una guerra, y otra cosa muy distinta es que la guerra fuera justa –creo que ninguna lo es- o que el vencido, además de derrotado fuera indigno.
Es verdad que el bando derrotado causó tremendo dolor a muchos, que también derramaron mucha sangre inocente, empleando similares argumentos, pero con sujetos diferentes. No es justo pensar que porque alguien tenga determinada fe pueda ser un enemigo del pueblo, o sea un peligroso activista fascista que está en contra de la democracia. No todos los votantes de la CEDA o de los partidos tradicionalistas era contrario a la República, o de la democracia. Quemar una iglesia o un convento en sí mismo es una canallada que no tiene justificación posible. Ni siquiera en nombre de una doctrina política. Siempre –repito-, siempre, una vida humana está por encima de cualquier idea. Que las checas cometieron verdaderos crímenes atroces igual de horrendos e injustos que los perpetrados por el bando falangista, nadie en su sano juicio podrá negarlo, pero no se olvide –y de nuevo lo digo- que durante casi ocho lustros estuvieron repitiendo esa misma cantinela, y ese mismo tema fue objeto de la propaganda del Régimen desde el primer minuto –incluso se usó como excusa para poner a un país en pie de guerra-.
Me gustaría no escribir sobre estas cosas, al menos debido a una efeméride determinada, pero está en la calle, en los periódicos, en las radios, en las televisiones. Y el verdadero problema es que algunos, en vez de tender puentes, se dedican a ofender la dignidad de quienes pretenden rescatar la de sus seres más queridos, y éste es el camino que conduce al punto opuesto al que se pretende alcanzar.