Cómplices

Viernes, 22 de julio de 2011

Después de todo lo escrito anoche (aún no entiendo cómo me extendí tanto), hoy, como ha hecho el propio Contador, he de completar el relato, pues de otro modo quedaría paralítico y, además sería injusto con mis propios recuerdos…
Hoy el madrileño de Pinto ha respondido del mismo modo épico con que ayer Andy Schleck provocó un terremoto en el Tour de Francia y de paso se hizo un hueco en una de las páginas de su historia.
Ha sido otro capítulo de una narración que quizá no haya concluido…
A diferencia de ayer jueves, hoy no he seguido la etapa, ya que he pasado la mañana y el principio de la tarde entre el autobús, la Ciudad Universitaria, la calle Princesa, el Centro Comercial de Príncipe Pío y otra vez el autobús.
Hoy hemos formalizado la matrícula de mi hija en el grado de Español: Lengua y Literatura que se imparte en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Hoy ya puedo decir que mi hija es universitaria, con todas las de la ley, pues una copia sellada y firmada de su matrícula está entre las paredes de esta casa. Y para qué negarlo, me siento muy orgulloso de ella, de su trabajo, de su pasión y de la enorme alegría con la que está viviendo todas estas cosas que le suceden. Un optimismo de ojos brillantes y sonrisa abierta que se contagia, como se contagia la primavera que acaba por meterse en la sangre.
Ha sido divertido el modo en que nos hemos perdido para dar con la Facultad. Hemos embocado bien la dirección, una vez que hemos emergido a la superficie, tras el brevísimo viaje en metro desde Moncloa hasta la parada de Ciudad Universitaria. A medida que avanzábamos, el plano y lo que veíamos coincidía, hasta que, de pronto, algo ha desaparecido a nuestra vista… Mejor dicho, no ha aparecido. Y al no verlo nos hemos desviado. Además, el recuerdo de mi hija hablaba de un edificio de ladrillo de color más bien claro, y ante nuestros ojos sólo se elevaban cubículos de ladrillo rojo.
Mirábamos al plano y después a la vida, y la lógica decía que tenía que estar por allí, pero sólo había una ladera cubierta de grandes árboles de diversas especies, la mayoría coníferas. Al fin, con el horizonte de dehesa en nuestras retinas, hemos preguntado a alguien que sabía a ciencia cierta donde estaba lo que buscábamos, porque otros interrogados no sabían, simplemente no tenían ni idea. El caso es que hemos entrado por detrás de la Facultad, para entendernos. Y nada más entrar, me he dado cuenta de que ése era el lugar. No hacía falta ningún cartel o letrero oficial que lo confirmara, el propio aspecto de los escasos jóvenes que por allí pululaban, el contenido de las decenas de pintadas que por allí había –que en otras facultades no he visto-, no podían ser de otros. Allí estaba la mano de unos jóvenes encantados al exprimir el idioma como si fuera un cítrico del que se pudiera extraer su esencia, jugar con las ideas para pulirlas hasta encontrar una nueva connotación semántica a lo que decían, creando con sus eslóganes nuevas consignas acerca de esta nueva realidad que se avecina, lo queramos o no, tarde lo que tarde. Como bien dicen quienes mantienen viva la llama del 15 M Vamos despacio, porque vamos lejos.
La propia morfología de la Facultad es una buena metáfora de cómo están las cosas. En esa parte inferior, casi abandonada, como en una de las últimas esquinas edificadas de la Ciudad Universitaria, se sitúan las facultades de Filología más modernas, más apartadas, como si fueran un vulgar añadido. Después de subir unas empinadísimas escaleras (que habitualmente se descenderán, supongo), se accede a la zona noble de la Facultad: edificios con más años de solera, aunque no mejor conservados, ni siquiera edificados con algún criterio estético, rodeados de esa espesa arboleda. Me ha recordado su arquitectura, a la lamentable de la Escuela de Magisterio de Segovia. Y sin embargo, comparada con lo que hoy he visto, diría que es muchísimo más hermosa, incluso grácil. El criterio funcional es el único que ha primado en estos edificios que son como gigantescas cajas de zapatos arrojadas entre pinares (lo único hermoso del entorno).
Luego todo el trámite ha sido muy fácil, aunque no breve; pero eso no tenía la mayor importancia. Incluso la charla con los estudiantes que ayudan a completar correctamente la matrícula ha sido de lo más divertida. Mientras mi hija escuchaba atentamente las últimas instrucciones –por suerte rellené la otra noche los impresos casi con precisión total- he podido charlar unos pocos minutos con otro de sus compañeros, estudiante de Literatura comparada. Sólo el nombre es tan atractivo, que me han dado ganas de pedir otro sobre para mí y completarlo, para ponerme, como mi hija a estudiar también yo una carrera en esta Facultad. Sí, me encantaría volver a una facultad de verdad. No se trata sólo de estudiar que, eso, probablemente, lo pudiera hacer a mi aire matriculándome en la UNED; es algo más. Pero eso es un sueño tan imposible…
Después, con todo resuelto, hemos salido en dirección contraria, porque sabíamos los dos que de hacerlo por la puerta principal adivinaríamos dónde nos habíamos equivocado… Y así ha sido. Hemos comprobado que hemos girado sobre el mismo punto varios minutos, varias ocasiones, pero que no hemos dado con él por dos razones –y no es una justificación-: el edificio, la facultad completa, no se ve desde la calle, pues la espesura de la arboleda la oculta completamente (y es tanta y es tan densa que allí dentro –de ello también nos hemos dado cuenta- no se percibe ni un solo eco del rugido de los coches que atraviesan la zona sin descanso) y porque no hay ni una señal que indique su existencia.
Y nos hemos reído de buena gana.
¿Será una metáfora?, nos hemos preguntado. Las letras en general y la literatura en particular andan escondidas, apartadas del mundanal ruido aunque estén muy próximas a cualquiera de sus latidos. Así como otras realidades del mundo se acercan a nosotros, otras hay que buscarlas, sólo quien intuye o quien persiste da con ello. También otra metáfora.
A las cuatro de la tarde –después de comer- nos hemos subido con el tiempo justo al autobús. El atasco de salida por la A 6 era el previsible para un viernes de puente veraniego en Madrid. La primera parte del embotellamiento, se ha salvado muy bien, puesto que el carril bus ha sido el perfecto aliado de nuestro viaje; pero cuando esta vía ha concluido y nos hemos incorporado al tráfago selvático del resto de vehículos, hemos tardado en recorrer unos quince kilómetros como veinte minutos. Tampoco es que sea mucho, comparado con otros atascos. De hecho uno esperaba que el tráfico no se aligerara hasta después de cruzados los túneles del Guadarrama, una vez que nuestro autobús tomara el camino hacia Segovia; sin embargo, aunque el número de coches era muy elevado, la velocidad ha sido la normal para una autovía desde que hemos dejado a nuestras espaldas Villalba.
Lo habitual de la carretera de la Coruña un viernes por la tarde, cuando alguien da el pistoletazo que abre la huida de residentes en la capital hacia otros lugares quizá un poco menos hostiles o, al menos, más apacibles.
Al llegar a Segovia, he pensado que la etapa del Tour estaría concluida, pero al pasar junto a un bar, he visto a muchas personas pendientes de la televisión y he escuchado el tono enardecido del comentarista de TVE, un tono ya inconfundible.
La tentación era muy grande. La fruta de la semana podía esperar unos minutos más aún…
Faltaban cinco kilómetros para que la etapa concluyera en la cumbre del Alp D’Huez. Una de esas cumbres legendarias del ciclismo mundial, porque como Los Lagos de Covadonga o el Mortirolo, no tienen otra cara para descender. Es como llegar por el único camino posible a una de las cimas del mundo, aunque su altitud sea bastante inferior a la cota del Galibier, por ejemplo, donde ayer llegaron.
Y allí estaba, ante mis ojos, el esfuerzo agónico de Alberto Contador que, indudablemente –y no ha hecho falta oírselo a nadie para adivinarlo-, ya iba de capa caída. Por otra parte, ese gesto, ese modo de subir, de apartar aficionados que en vez de animar, asustaban y entorpecían con su estúpido y deleznable modo de entender su pasión por este deporte, me han indicado que no acaba de saltar del pelotón, para hacer una pequeña exhibición de última hora.
Luego –unas horas después-, hace un ratito, he leído una crónica resumen de la etapa y si ayer se vivieron algo más de sesenta kilómetros para la historia, hoy se han vivido más de noventa, es decir casi toda la etapa, pues, según he visto, el de la sonrisa de niño travieso y feliz, ha decidido jugarse la única carta que le quedaba: la del héroe que se sabe derrotado, pero actúa con el arrojo y la tozudez de uno de ellos.
Como si fuera un viejo gladiador mal herido, ha comprendido que era mejor morir de este modo que no dejarse llevar por la inercia de unos acontecimientos que lo relegaban al papel de secundario eliminado. Ha preferido ser protagonista, aunque sea en la derrota. Si ayer escribí que lo de menos era el resultado final, y comenté que el botín del menor de los Schleck había sido más exiguo de lo que quizá se mereciera, lo de hoy con Contador, ha sido mucho más raquítico. En tiempo ha sacado a penas medio minuto a quienes tiene ya inalcanzables y ni siquiera ha ganado la etapa. No ha tenido las fuerzas suficientes para concluir su bella gesta en los últimos tres kilómetros.
Sólo nos quedará el consuelo, y la gratificación, de que el segundo capítulo de la novela que se empezó ayer, lo ha escrito él. Y también nos queda la pequeña satisfacción de que Samuel Sánchez subirá al pódium de París engalanado con el maillot de vencedor de la clasificación de la montaña. A falta de la contrarreloj de mañana, Contador, sigue sin poder ganar el Tour, pero ha intentado con arrojo, sacrificio y pundonor dejar en ridículo el pronóstico que anoté ayer aquí mismo. Nadie podrá decir de él que no lo ha intentado, que no se ha exprimido hasta la extenuación, que no ha ofrecido todo lo que tiene dentro.
Y a fe que me habría encantado que me hubiera dejado en ridículo como mal pronosticador.