Cómplices

Martes, 26 de julio de 2011

Has llegado hasta el colmo del absurdo. Habrá más, pero el tuyo es de los graves. Como si te subieras sobre un bucle maldito; sí, se ven las salidas, pero parecen imposibles de atravesar. Es cierto que están ahí. Las ves. Míralas. Pero pasas ante ellas sabiendo que ahora no te interesan excesivamente. Vives en un lamento continuo, por muy callado que sea, pero sabes que si evitas las razones de este quejido, tendrás otras para seguir haciéndolo. Cambiarás el tono, quizá modifiques el ritmo, pero proseguirás gimiendo.
La verdad, Amando, es una. No es que tenga un solo camino, pero es una. Estás bloqueado, esa es la única certeza. Si no lo estuvieras, si alguna historia hubiera crecido en tu interior, no te importaría no tener tiempo, no te quejarías por nada. Aprovecharías lo que tienes con el ansia con que un sediento aprovecha el hilillo casi imperceptible de una fuente encontrada en medio del camino.
Te quejas de falta de tiempo para escribir, pero no es esa la razón. La razón es que no se te ocurre nada. No es verdad que la falta de tiempo sea la que te impide meterte en alguna historia. No. La verdad es que ese relato no existe. Cuando aparezca –que quizá lo haga- abandonarás estas páginas, o las disminuirás hasta convertirlas en unas breves líneas cada jornada; dejarás –como otras veces- otras cosas y te dedicarás con el afán y la delicadeza de un arqueólogo a sacar a la luz los restos de ese naufragio que quizá lata allá adentro.
No hay más. ¿Qué importa que tardes uno, tres o seis años? Ni siquiera te puedes camuflar en el más que probable fracaso. A estas alturas ya sabes que el fracaso no existe, ni existe el éxito. Sólo existe ese labrar sereno (o frenético), sólo existe la obra, el texto. Lo demás no es cuenta tuya, o no lo es del todo.
Lo sabes bien.
Recuerda.
¿Cómo latía tu sangre, tus vísceras, tu piel, esa lágrima…, cuando escribías la última línea de la novela, la de la primera versión, ésa que luego hay que seguir puliendo durante tanto tiempo, ésa que nadie leerá nunca, porque siempre te parece indigna?
Ese es el verdadero laurel. Una sensación intransferible, algo que sólo podías compartir con el asfalto y la brisa de la tarde, con el trino despreocupado de la arboleda, con el último resol del ocaso, pues nadie más lo entendería. Luego pasarán semanas, meses, años…, hasta que quizá vea la luz, y esa sensación íntima no se volverá a repetir hasta que otra vez (¿habrá otra vez?) concluyas otra novela. Y ha dado igual, Amando, siempre ha dado igual que la novela sea una novela fallida (en el fondo lo son todas las que has escrito). Ellos, los que te las han rechazado, los que quizá te sigan rechazando en el futuro la obra, sólo serán los encargados de que vea la luz. Y es verdad, o es casi verdad, que si no hay lector no hay novela; pero no te engañes, siempre has tenido lectores.
¿Por qué no repasas cada una de ellas, su acogida? De todas –salvo quizá una- tienes más de una decena de lectores. Por tanto has tenido todo lo que busca un escritor: historia y lectores. ¿En qué lugar se dice que sean necesarios más de diez mil lectores o más de mil o más de cien o más de cincuenta para no considerarte inédito?
No seas tramposo. ¿Para qué te engañas a ti mismo? ¿Acaso buscas la fama? Eso es otra cuestión, y tú deberías saberlo.
La fama, el éxito, el fracaso, el olvido…, palabras sobre realidades efímeras. De verdad no importa lo que se consiga, lo que importa es la fidelidad, importa la constancia, la honradez…