Cómplices

Martes, 5 de julio de 2011

Cuando el reloj del Ayuntamiento o de la Catedral (desde aquí no le he prestado mucha atención) da nueve campanadas y el sol entra por mi costado izquierdo, todavía por encima de la copa de los árboles, algo no termina de ajustarse. ¿Son las nueve de la tarde? ¿Cómo decir que son las nueve de la noche con esta luz, con este azul inmenso e intenso, con esta ausencia siquiera de los colores del ocaso en el cielo…?
Si uno fuera alguien medianamente normal, medianamente integrado en los usos y costumbres de esta sociedad, estaría cazcaleando por alguna de nuestras calles, o quizá remoloneando ante una bebida bien fría en una terraza de uno de los muchos bares que se expanden por la ciudad. Incluso, presumiendo de ciertas costumbres relacionadas con la cultura, andaría comentando la última presentación de un libro que ha habido en la ciudad. Un libro sobre un judío, escrito por un leonés y que ha presentado Ignacio Sanz en el patio de la casa de Andrés Laguna, donde se ubica la Concejalía de Cultura.
Pero nada de eso, estoy aquí peleándome con mis ideas y mis palabras que a nadie o casi nadie le pueden interesar.
Tengo la terrible impresión que si estoy escribiendo toda esta sarta de frases, es porque no tengo nada mejor que escribir, o no puedo hacerlo, y, sin embargo, también tengo la impresión de que de no estar haciéndolo, me estaría traicinando... Extrañas paradojas.
Últimamente vengo sosteniendo que es mucho mejor (infinitamente mejor) no tener que vivir profesionalmente de la escritura para poder ser independiente, para que esta tarea sea completamente libre, autónoma y crezca al ritmo sosegado que la propia naturaleza (la mía supuestamente) determine, pues, al fin y al cabo, no hay mucho que vaya a aportar con mis letras.
Lo vuelvo a leer, y como principio lo sostengo sin dudar… El problema es que es imposible, porque no dispongo de ese tiempo mínimo de soledad o silencio que cualquiera que escribe (o aspira a ello) necesita. Más que nunca, en estos tiempos hecho de menos o envidio la capacidad de esos escritores (y siempre pienso de Pepe Hierro) que son capaces de escribir rodeados de personas, en una cafetería.
Y pensar que en una época fui capaz de hacerlo. Todavía recuerdo cuando empecé una novela en una cafetería, rodeado de conversaciones, golpes de loza sobre loza, humo, canciones que salían de una máquina...
¿O no es más que una excusa esto que digo? Puesto que ahora estoy escribiendo estas líneas, sin que la televisión me distraiga, al menos no mucho, será que lo importante es tener una idea. Cuando se tiene una idea y un sendero que transitar, quizá da igual lo que esté sucediendo a tu alrededor. A poco que uno se concentre en esa idea, todo lo que queda detrás o delante de uno se convierte en runrún, en una especie de música de fondo que no interfiere en lo fundamental.
A colación de esto, creo, he leído (gracias Twitter) un artículo en un blog dedicado a la lectura y a la literatura en el que se explica por qué la lectura es un acto antinatural. (No todo lo antinatural es perverso). Resulta que la lectura requiere un grado de atención que va en contra de la disposición natural del cerebro. El cerebro humano, como el del cualquier mamífero, está diseñado para recibir todo tipo de información, analizarla y responder a todos los estímulos que le llegan desde el exterior. Lo más probable (sostiene certeramente el articulista) es que se trate, en principio, del mecanismo de defensa más elaborado de la naturaleza. Es decir, se trata de que un peligro no acabe con nosotros por no haber percibido, acechado o intuido su presencia. Incluso, quizá, yendo un poco más allá, no sólo se trata de mecanismo de defensa, sino de un sofisticado instrumento de desarrollo y de consolidación dentro del propio ecosistema del que formamos parte. Pues bien, leer supone desactivar o dejar en estado latente esa capacidad de radar (el más sofisticado y perfecto de la naturaleza) que nos permite sobrevivir en este mundo. Es decir, supone forzar o domar el instinto para realizar justo lo contrario para lo que está diseñado. (Quizá sea por ello que leer por la noche sea el momento habitual que escoge la mayoría). Bien, pues si esto se establece respecto de la lectura, qué decir, entonces de la escritura.
Cuando uno no tiene una idea concreta, cuando no tiene nada especial entre manos, entonces la atención, se pone a funcionar del modo natural: la luz, el color, la temperatura, los sonidos, las palabras de otros, pensamientos inconexos, ideas raras que se olvidan como se olvida el rasgueo del aire sobre una hoja de un árbol, es como si todo gritara en el interior, como si bramara hasta el sonido de un trago de agua al atravesar la garganta.
Y el caso es que también es hermoso, porque uno se siente vivo, uno comprende que la vida tiene mucho de eso, de ese frenético interés por todo, por que nada de lo que te rodea se te escape, por aprender algo de alguien, algo que ayer desconocías, algo en lo que no habías caído aunque fuera una obviedad, porque en la mayoría de las ocasiones las mentes con vocación de esponja, no tienen esa agudeza necesaria para descubrir en el preciso instante la bifurcación que conduce a la brillantez, o el camino que lleva hacia la verdad que se oculta a la primera impresión.
Seguiré esperando pacientemente a que llegue ese momento en que algo cambie bien dentro, bien fuera…