Cómplices

Viernes, 1 de julio de 2011

Si el año fuera como una de esas montañas que dibujábamos de niños, hoy estaríamos justo en su cima. Transitamos su mitad, y uno mira hacia atrás y llega a la conclusión de que el tiempo no pasa, vuela. A veces pienso que no vivo los días, me los bebo.
Pero también es justo reconocer que se trata de una primera impresión, porque, por suerte, este año puedo actuar como el niño del cuento, ya que he dejado suficientes miguitas en mi camino; en este caso no se trata de guías que eviten que me pierda, sino pequeños hitos que me ayuden a evitar el olvido.
Sin ir más lejos esta nueva versión de mi diario, que inicié allá por el principio de febrero, o los dos libros que se han editado este año en los que formo parte de la nómina de autores, sus presentaciones, sus pequeños y emotivos actos de promoción, las entrevistas, los paseos a las librerías incluso esas tres veces en que me han pagado en las librerías, e incluso reponer los ejemplares depositados.
También pienso en que mi hija menor ya tiene el título de bachillerato. Y bajo esas tres palabras, o bajo ese pedacito de papel hay muchas horas, aunque quizá alguna menos de lo que a mí me hubiera gustado… Pero ya no es esa niña pequeña a la que se podía obligar de otra manera. Ahora uno está para contemplar un poco en la distancia, para que se sepa su presencia, por si acaso. Sólo por si acaso… Y cada día ese por si acaso es más relativo, es más complicado.
Quizá escriba para hacerme consciente del tiempo, de su paso, puesto que de otro modo sería casi inadvertido: un infantil intento de dotarlo de solidez o de referencias. Porque hay que reconocer que, por suerte, la mayoría de los días no tienen nada especial, salvo su propia esencia. Creo que sería insoportable un día tras otro con celebraciones o con tragedias. Aquéllas porque dejarían de serlo en poco tiempo, y éstas porque descuajaringarían los corazones hasta convertirlos en arenisca esparcida… Esa cotidianidad que se tiñe de aburrimiento, esa sencillez de las pequeñas cosas tan nimias que se olvidan incluso mientras se hacen, esa levedad de los pensamientos habituales, son los que se pierden, los que no dejan huella, en apariencia, los que –de pronto- nos hacen mirar hacia atrás y exclamar, ¡Ay qué ver, qué deprisa pasa el tiempo! Y sin embargo, queda su surco, al principio invisible, pero que, poco a poco se ensancha, se ahonda, y florece en sonrisas o en melancolía…