Cómplices

Domingo, 21 de agosto de 2011

Hoy se levanta el día sin haberse despojado del ropaje de la noche tempestuosa. Se sigue barruntando esa tormenta que los calores excesivos propician, como si la de anoche hubiera sido insuficiente, a pesar del despliegue romántico y audaz de luces atravesando en horizontal el cielo, de vendaval terroso, de chaparrón veloz, denso y refrescante. Se habla de alivio térmico que propiciará el poniente, como tantas veces. Mientras llega hasta aquí, seguiremos pensando que el mundo inanimado ha tomado vida, pues al rozar levemente cualquier cosa: un frasco, un vaso, un plato, una pared, una mesa, una puerta o una tela, son cálidos al tacto, como si se hubiera puesto a circular la sangre en su venero.
Una avispa o abeja –nunca sé descifrarlas y por tanto tampoco distinguirlas- asciende el lado interno del cristal de la ventana. Cuando llega al borde, quizá preocupada porque pierde la luz plomiza de esta mañana, desciende, se cae, y vuelve a ascender, veloz, la superficie traslúcida. Una y otra vez, una y otra vez. Parece que investiga cuando se instala arriba durante unos minutos, o que busca salida a su presidio, pero no se sitúa al lado de la libertad y del riesgo: la parte abierta. Se entretiene o se pierde en el lateral cerrado, y a medida que escruta esa parcela, más difícil lo tiene, porque están la pared, el marco de la ventana, el techo que cierra la apertura, la lámina de la persiana. Y después otra vez abajo, otra vez.
Una y otra vez, una y otra vez…
A veces está cerca, pero al sentir el beso de los pétalos de la brisilla templada, se escora hacia la parte sin escape…
¿Cuántas veces hará este recorrido? ¿En cuántas ocasiones más se topará con esa imposibilidad de encontrar un nuevo sendero? Pero si antes lo escribo, antes lo consigue. Planea ya afuera… Pero no se decide, se repliega… Retrocede, entra, sale… Entra al fin decidida, ¿asustada?, pero abandona el lado del ventanal donde estaba. Ahora se sitúa frente a mí, en la parte cerrada, ésa que impide abrir la presencia del equipo informático.
Es como si temiera la salida al exterior, como si barruntara que afuera puede suceder algo de consecuencias imprevisibles, como si estuviera más a gusto asomada a la luz del día, pero sin formar parte de ella, como si prefiriera observar, mirar sólo. Alzo mi cabeza, ahí está, quieta, diríase encogida, acaso reflexiva, quizá dormida.
Es en un contraluz como la veo, por tanto no distingo con precisión los colores de su cuerpo. Es su figura oscura, casi negra, cuyo borde es un halo ocre o bronce. Me extraña su quietud, su conformidad que parece adueñarse de su organismo, como si en este punto preciso donde se perfila, estuviera el lugar perfecto, la ubicación precisa para la eternidad…
Me he vuelto a equivocar.
No era eso, pues rompe su estatismo, pero no se desplaza. Se cimbrea su tronco (llamémosle así para entendernos), se esponja, se remueven las alas. Quiere ascender algún centímetro; es como si sus patas, hace poco veloces y ágiles, como de bailarín, hubieran perdido su esencia… No, sería otra cosa diferente. Vuelve a la actividad, y se me está acercando mucho, espero que no me descubra, prefiero no tener que quitármela de encima, deseo contemplarla un rato más…
Se ha ido, de repente, en silencio, decidida. Ha debido llegar a alguna conclusión o ha descansado lo suficiente…
Al fondo de la ciudad, desde un lugar que la brisa trae, pero no he alcanzado a concretar, suena la campanilla de un convento de monjas que llama a laudes, quizá no he sido el único en escuchar este sonido, el cántico metálico y sonriente, agudo y femenil, quizá también la abeja o avispa –nunca sé descifrarlas y por tanto tampoco distinguirlas- ha escuchado su son y hacia allí vuele, para seguir buscando lo que busque.