Comentaba yo ayer a unos amigos, los contradictorios sentimientos que brotan en mí ante la visita de Benedicto XVI y la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), y a lo mejor en su acrónimo resida parte de esas sensaciones dispares y poco agradables que tengo. Si hubiera sido JRJ estaríamos hablando de Juan Ramón Jiménez, del lujo del silencio, de ese modo tan especial en que la poesía y el corazón laten como si el manar del agua viva fuera el corazón de la vida y de la poesía. Y estaría yo mucho más tranquilo hablando de esas cuestiones, pero no hay entre las dos jotas una erre, sino no una eme.
Estas JMJ son una riada de gentes, gestos, gritos, músicas, alabanzas, improperios, fervor, piedad, dinero, gastos, ingresos, fe, turismo, banderías, manipulaciones, miedo, afán de poder, envidia, protesta, injurias, afán de protagonismo, grandilocuencia y masa que a uno le obligan a verdaderos esfuerzos para continuar firme en la fe, aunque sea una fe como la de uno tan, tan… ¿especial?
Tengo la sensación, con mirar sin avidez, que estas jornadas perdieron su verdadera razón de ser, y ahora –desde hace unos años- se organizan cada dos o tres con el objetivo de sacar músculo. Como tantas cosas en esta época nuestra se trata de cifras, de números: audiencia, ejemplares vendidos, visitas, descargas, seguidores… Alguien podría darse cuenta que buscan hormigas y no personas. (Quizá nunca lo ocultaron, cuando unos han hablado siempre de rebaño y otros de colectivo).
[Por cierto en 2013, creo, serán en Río de Janeiro donde serán las próximas olimpiadas y el próximo Mundial de fútbol... ¿Por qué tanta coincidencia?]
Que ésta no es exactamente la iglesia en la creo, o me gustaría creer, es algo sabido, como, por otra parte no son tantas cosas de esta sociedad en la que, sin embargo, vivo y de la que disfruto. No es lo mío, por ejemplo, comprar y leer los best seller más best seller del mundo editorial. No es lo mío comprar, descargar o escuchar la música que más se compra, descarga o escucha. No es lo mío acudir a las grandes concentraciones masivas de lo que sea. Ni siquiera me disgustan: me repelen. Encuentro más desventajas que ventajas en semejante tipo de actos. Digamos que las industrias culturales son a la creación artística, lo que las iglesias a la fe. Y a veces sucede que un best seller atesora calidad literaria o, incluso, un gran libro –por serlo- se convierte en best seller, a pesar de la industria editorial.
También aborrezco esperar con un fusil cargado a que algo o alguien tengan infinidad de seguidores, éxito y beneficios para disparar desde la trinchera de la destrucción. No soy iconoclasta. Odio la destrucción. Por el contrario, tiendo a respetar las imágenes que son importantes para las personas, con independencia del número de adeptos –y no hablo ahora de imágenes de santos, vírgenes o cristos-. Suelo pensar que si el famoso retrato de Ché Guevara, (hasta siempre, Comandante), por ejemplo, es icono de un sector de la juventud o de un modo de entender el mundo y la política, es por algo, no siempre es marketing o propaganda. Uno puede engañar a todos una vez, pero no puede engañar a muchos, mucho tiempo, ni a todos todo el tiempo. O dicho de otro modo, el tiempo pone a cada quién y a cada qué en su lugar, y es muy poco lo que no viaja hacia el olvido.
Mi crítica, pues, nada tiene que ver con la destrucción. Tiene que ver con el lamento, con el dolor hondo que producen ciertas cosas…, unas cuantas cosas… Mi crítica es casi un quejido.
En estos días que he trabajado tanto a pesar de mi silencio, he visto algunas cosas en esta ciudad que siendo sólo un indicio leve son el extremo de una flecha que apunta a una determinada dirección cuyo color es más bien asotanado.
Y no me gusta. No me gusta, y además me duele.
En estos días, y en los previos, he leído, visto y oído muchas críticas cargadas de sensatez y que tendrían que servir para la propia reflexión de los afectados por ellas, pero que se van a confundir, aborrascar y desaparecer mezcladas en mitad de una batahola impresentable de gritos que abogan por la destrucción, el enfrentamiento, burdas patrañas y afirmaciones tan tendenciosas o poco reflexionadas como las que se emiten desde los púlpitos… Hay personas que parece que nacieron ofendidas por el mundo y sus instituciones y siguen –años después- ofendidas por su existencia. Hay personas cuyo funcionamiento mental sólo se produce cuando activan en su cerebro el modo esteriotipo o cliché. O que, como sospecho, pretenderían ocupar el lugar cimero que otros ocupan… para no hacer nada nuevo.
En todas partes.
Mi única certeza es que no hay nada absolutamente seguro, más allá de que el paréntesis que se abrió un día (en mi caso un mes de junio) se cerrará nos guste o no. Ni siquiera está claro que vaya a ser de improviso o el instante en que uno decida, si es que ese es el caso. Mi única certeza como humano, por más que desde el primer día de su pontificado Su Santidad pretenda lo contrario, es que el territorio más seguro de esta especie es el de la duda e incluso el titubeo…
Por alguna razón, que acaso tenga que ver con lo más atávico, selvático e irracional de nuestro comportamiento, cuanto más seguro se está de algo, más cadáveres se esparcen alrededor de esa idea y más enfrentamientos se producen.
Y no deja de ser una contradicción inmensa –una de tantas- que una religión, doctrina, teoría, filosofía –que cada quien decida el nombre que más le cuadre- cuya base teórica inamovible durante más de veinte siglos ha sido, es y será el amor (entendido éste como entrega y comunidad de bienes), se caracterice desde siempre por el número, no ya de muertos, sino de enfrenamientos que conducen a la muerte… Claro que otros dirán, con una sonrisa de oreja a oreja, que la propia fundación de la iglesia, por así decir su cimiento, es la sangre y el agua manando del costado del Señor en el Gólgota. Los primeros tres o cuatro siglos –generalizo- fueron los cristianos las víctimas de un Estado totalitario y amedrentado… Después, durante los dieciséis siguientes, la cruz se tornó espada, y no precisamente como arma disuasoria o defensiva. Reconozcamos también la infinidad de vejaciones, persecuciones y muertes padecidas.
Si alguien comprendiera que la religión –supongo que cualquiera, pero es de la mía, la que conozco, de la que hablo- es una propuesta, no una imposición y que es una propuesta personal a la que se responde en persona, quizá se evitaran muchas cuestiones como las que veo o escucho.
Se llega algunas veces a situaciones extrañas, como las que he visto en un vídeo que circula por la red. En Sol –donde parece que se está dirimiendo el futuro de muchas cosas- los manifestantes contrarios al uso que se han hecho de los fondos públicos con motivo de estas Jornadas, especialmente de la visita papal, pasan vitoreando sus lemas contrarios a tantas cosas relacionadas con la visita, con el Papa y con la religión… Por otro lado, jóvenes peregrinos (tan enardecidos como los manifestantes) corean las suyas. Sube la tensión. Por mucho que se diga lo contrario, en estos casos sube la tensión, porque quien se manifiesta en contra de lo que digo no es que piense diferente a mí, sino que es mi enemigo. No se sabe muy bien por qué o por qué no, tres jóvenes peregrinos se arrodillan y comienzan a rezar. Creo vislumbrar en sus dedos las cuentas de sus rosarios. Arrecian los gritos y vítores de los manifestantes contra el Pontífice, contra la visita, contra la religión y el grupo que rodea a los arrodillados acrece y les rodea. Los tres peregrinos continúan en su sitio, aparentemente firmes en su actitud, coherentes –eso sí- con el primer impulso, que vaya a saber usted, por qué se produjo. De pronto, ante ellos una pareja de homosexuales –o así lo representaron- bien barbados ellos, para que no haya duda de las dos masculinidades, se entregan a un apasionado beso de tornillo, no precisamente escueto, aunque tampoco interminable.
Es probable que un genio como Berlanga o quizá como Buñuel o Boadella supiera extraer algo de humor o de enseñanza de esta escena. A mí me parece un cúmulo de despropósitos, un encadenamiento sucesivo de pruebas de intransigencia que ya no sé si quiero seguir siendo algo o prefiero ser nada, y mudarme definitivamente hacia el silencio.
Pero es que cuando uno está total y plenamente convencido de algo, es casi imposible intentar comprender, o al menos atisbar las razones del otro.
Dice Benedicto XVI una y otra vez –ya lo dijo el primer día, nada más ser nombrado sucesor de san Pedro- que la solución a nuestros problemas es la verdad, porque la verdadera causa del mal de este mundo es el relativismo moral en que se ha instalado. Esta idea la aprendió muy pronto –si es que no la compartían de antes- Monseñor Rouco Varela. Y, como es obvio, ellos piensan que la verdad inamovible, indestructible, incuestionable se llama doctrina de la Iglesia Católica. No hay otra. Y son incapaces, debido a su inamovible certeza moral, de entender que haya otros –al menos tan humanos e inteligentes como ellos mismos- que no sólo desestimen con argumentos el cristianismo como única verdad posible, sino que vayan más allá y cuestionen la existencia de la propia divinidad. Y si se cuestiona la existencia de Dios, discutir sobre la religión es como discutir sobre la vida en Macondo, Vetusta, Región o Celama que existen si existir del todo.
Desde ese día (aunque la cosa viene de antes), el día que la chimenea vaticana expelió su fumata blanca, que Dios me perdone, estoy a disgusto, me encuentro incómodo, demasiadas cosas me rechinan. Porque de esa afirmación, en apariencia tan filosófica y poco práctica, a otras distan muy pocos pasos, quizá ninguno. Y una vez dado éste provocar el enfrentamiento es muy sencillo.
No pretendo discutir que quien tenga fe esté convencido de que ésa es su verdad, y, por tanto, según ella se rija su existencia. Eso es algo más elemental aún que lo anterior. Lo que estoy sosteniendo es que la religión no tiene sentido sin la fe, y sólo la religión cuyo motor es la fe puede ser –algunas veces- la respuesta que el dolor y la desesperación, la alegría y la esperanza del hombre necesita.
Pero como alguien escribió en un tuit, si en un segundo sientes un gran fervor y al siguiente quieres quemar una iglesia, es que eres español. Es posible que todo se reduzca a eso.
Anoche, de madrugada, un murciélago irrumpió en casa. Aún no nos habíamos acostado. Costó trabajo, fui paciente y tenaz, pero el mamífero volador de la noche –caben más paradojas- encontró al final su camino… hacia la madrugada.