Cómplices

Domingo, 7 de agosto de 2011

Me levanto indeciso, como me acosté. Me levanto con la sensación que me acompaña desde que el verano, este verano tenue y un poco indeciso, se asentó entre nosotros. Con esa sensación levemente acuosa de perplejidad y anonadamiento, como si de pronto el trasiego de sueños hubiera sido cercenado para siempre.
Con la insistencia perpetua del oleaje, por más que éste sea tranquilo y mínimo (perezoso como el despertar de una siesta), me digo que me sobran demasiadas ocupaciones mentales. Con la insistencia del respirar que propicia la vida, me repito que uno no puede hacer todo cuanto se le ocurre, ni todo cuanto le piden, porque uno es ser humano, por tanto frágil y limitado, pues necesariamente aplicarse a una cosa supone abandonar otra o al menos adelgazarla de tal modo que parece un enclenque organismo, algo sin determinación o fuerza o impulso. Con la insistencia casi inaudible del agudo chillar de los murciélagos, intuyo que he de decir no más veces, barrunto que he de abandonar algunas tareas. Pero con esa misma insistencia de oleaje perpetuo, de respirar incesante, de chillido casi inaudible, también me repito que si ando disperso, si me encuentro indeciso, si adelgazo una cosa porque me afano en cualquier otra, se debe a que el arcón ya sólo es tabla, porque al llegar a su fondo y palparlo he descubierto que allá abajo no hay nada, salvo telarañas, polvo y vacío.
Y me entran las dudas, unos titubeos que me llenan de miedo, acaso de una pizca de amargura o angustia. ¿Y si es cierto esto último? ¿Y si es verdad que aquí dentro ya no hay nada, salvo telarañas, polvo y vacío? ¿Y si es verdad que mi tránsito ha sido tan breve, tan leve, tan ínfimo, a qué tanto esfuerzo, a qué tantas horas? ¿No habría sido mejor olvidarme de todo, no haber confundido un arrebato adolescente con una pasión imparable? ¿No habría sido mejor conformarme con la vida más o menos tranquila, más o menos ordinaria, más o menos sencilla del resto, de la mayoría? ¿No habría sido mejor no haber descubierto el poder de contar una historia, la ilusión de escribir unos versos, el saber que unas pocas palabras de uno, un día, cualquier día, pueden llegar a otros ojos lejanos y desconocidos y engarzarse a sus pupilas y desde allí penetrar en su entraña hasta convertirse la letra en sustancia motriz de escalofrío o de sonrisa o de lágrima?
Sé que en el fondo no es nada, acaso por ello lo escribo. En el fondo sé que surgirán otra vez de algún punto esas palabras, esos sueños, esas pesadillas, esas mariposas o esas cloacas, quizá por ello lo escriba, quizá por ello no me lo guarde. Pero también sé, también estoy empezando a intuir, que se acerca la hora de un cambio en el rumbo, que se avecina el instante en que decida volver a cierto silencio, entregarme a la tarea esforzada, escondida, a ese laboreo que sólo adquiere volumen, densidad, robustez, contenido…, en el afán cotidiano y callado y ajeno al resto de voces, por más que estas voces sean melodías amigas, deliciosos cantos que atemperan el cansancio de las jornadas o curan los rasguños de los días.