Cómplices

Sábado, 6 agosto de 2011

(Para Amalia)
Anoche nos llegó al grupo de amigos un correo electrónico procedente de otra amiga contando algo que ya suponíamos… ¿Qué diferencia la intuición o la suposición o la premonición, de la confirmación de los hechos? ¿Cómo nos afecta saber que algo posible o probable se ha confirmado y ha pasado a formar parte de eso que llamamos realidad, sea lo que fuere la realidad?
Parece sencilla la respuesta. Simplemente se trata de un paso entre lo que reside en la categoría de futurible y pasa a la de certeza. Sin embargo no me refiero a eso, pues tal cosa es bien simple. Me refiero, más bien, al modo en que nuestro corazón siente tal huella. Y no siempre es lo mismo. Y no siempre se actúa de la misma manera, o se reacciona ante la noticia del mismo modo.
Cuando se espera algo bueno, deseable, incluso necesario para nuestra existencia o la de aquellos que más nos importan, se suele recibir la confirmación de esa premonición con alborozo y con calma, porque parece que pesa en el ánimo la idea de justicia, de lógica, eso que tantas veces recibimos con una exclamación: ‘¡Ya era hora’, o, ‘¡Ya te lo decía yo!’, o, ‘¡Por fin!’
Sin embargo cuando se espera lo contrario, algo malo, indeseable, incluso contraproducente para nuestra existencia o la de aquellos que más nos importan, el cumplimiento de lo aciago implica un hundimiento, una sensación de hondo fracaso, casi como si esa intuición o premonición o suposición no hubieran existido o, mejor dicho, como si no debieran haber existido, como si en realidad hubieran sido un mal fario que, de no haberse dado, quizá, no habrían motivado el desembarco del fracaso, la herida o la muerte. Casi como si su presencia –la de la intuición o la suposición o la premonición- hubieran propiciado el desastre. Pero a pesar de ello, las consecuencias no nos llevan a la destrucción.
Cuando todavía el suceso no se ha hecho constatable, no es aún certeza inamovible, en nuestro interior cuidamos con esmero de una semilla. Sin embargo la realidad, al llegar poderosa e inmutable, nos arranca de las entrañas esa pequeña flor que tiene dos nombres. En ambos casos un lastre labrado por nuestra sabiduría de especie, de raza, de siglos de historia. Esperanza o ilusión se llama la incertidumbre cuando se aguarda algo funesto, un pequeño combustible que evita que nos paremos antes de tiempo o que permite que continuemos el viaje a pesar de todo el maldito presagio. Miedo o prudencia tiene por nombre en el caso contrario, un ancla que impide que se alce la euforia como un globo sin rumbo. La experiencia y la vida nos han dado suficientes muestras de ambas realidades y por eso mismo, porque sabemos de su conveniencia, no podemos evitarlas, ni siquiera lo queremos; son matices de nuestro interior que muchas veces nos salvan y por los que debiéramos dar las gracias más a menudo, ese freno que lastra la euforia o ese combustible que evita la caída en la desesperación antes de tiempo.
A veces pienso que se trata de pequeños mecanismos de defensa, como una regulación del volumen de tristeza o de alegría, allá donde estén embalsados en nuestra existencia. Es como si el ser humano no pudiera soportar con entereza y sin alguna lesión interior los excesos de un lado y de otro.
Por eso mismo, cuando algo surge sin previo aviso, sin nada que antes lo haya anunciado, o nosotros no lo hayamos previsto por torpeza, o acaso por descuido, hay un cataclismo en la persona que le puede conducir incluso al desvarío.
Cuando es una bonísima noticia, algo tan maravilloso que nos puede llegar a cambiar la vida para lo bueno (un flechazo, la lotería, un premio, un ascenso…), quizá ese terremoto interior no sea tan peligroso (aunque algunos infartos los ha causado la euforia), pues siempre hay una dosis de futuro mejor en esa sorpresa. Cuando, por el contrario, es un golpe bajo con el que castiga la vida, la mayoría de las veces uno queda noqueado, sin sentido, sin capacidad de reacción, quieto ante el avance del tiempo, esperando que todo se detenga o, mejor, que regrese todo al instante previo, a ese momento justo en que aún no era insuperable el dolor o inesperada la ausencia o absoluto el fracaso o irrevocable la muerte, por ver si fuera posible rodar nuevamente la escena y evitar esa desembocadura de desesperación, lágrima y llanto. Y aún así, en la mayoría de los casos, como somos pasajeros de un barco cuya marcha nunca se detiene, acaba uno por acomodar su propio paso al paso general, ese vaivén que antes de lo sucedido llevábamos de modo imperceptible o autómata; pero hay ocasiones en que el ser queda para siempre en ese instante, como si ese minuto (de la muerte, el fracaso, la traición o el olvido) fueran en realidad el terrible laberinto del fauno, del que es imposible encontrar la salida.
Pienso, que las sorpresas –cuando se refieren a situaciones extremas, tanto en lo bueno como en lo malo- no suelen ser las mejores aliadas, porque nunca estamos preparados para ellas. Quizá por eso el ser humano, sabedor de sus limitaciones, sabedor de su esencia, necesita, desea y busca anticiparse siempre al futuro para que cuando ese tiempo ya no lo sea, sino presente a punto de convertirse en pasado, no nos torture o no nos precipite al vacío, sino que siga siendo el camino de nuestro tránsito, aunque lo recorramos durante un larguísimo trecho con lágrimas en el rostro, con pena en la mirada y con cansancio, mucho cansancio, en el alma.