Cómplices

Lunes, 8 de agosto de 2011

Después de escuchar el inicio de cierto programa de televisión, movido por una curiosidad malsana y a sabiendas de que iba a tragar quina venenosa, aguanté hasta que acabó el parlamento inicial de su presentador. Descubrí, mejor dicho, constaté que algunas ideas no son restos propios de arqueólogos, ni son reliquias para viejos adoradores, ni son legajos polvorientos, ocultos en archivos solo atractivos para estudiosos, ni siquiera es el pecio irreconocible de un naufragio, o el deseo inconfesable de algunos nostálgicos. Al contrario, parece que ese modo de pensar sigue vivo, como si sólo hubiera hibernado, a la espera de que llegara otra vez su momento.
Uno creía, en perfecta sincronía con su mirada hipermétrope, que después de las consecuencias de pobreza intelectual, miseria moral, destrucción, dolor y muerte que habían causado determinadas ideologías durante el siglo pasado, nunca más el ser humano caería en sus redes. Pero acaso esté en un error. Me habían avisado, e incluso intuía su presencia, como monstruos que acechan voraces el momento de debilidad, para atacar nuevamente en la yugular de sus víctimas.
El discurso u homilía del escritor-abad, estaba construido con impecable sintaxis, con retórica atractiva –la que nuestros políticos desdeñan y no aprenden, olvidando que las palabras son poderosas, pues son los sillares donde se presentan las ideas para convertirlas, si es posible, en realidades-, con pluralidad riquísima de léxico –esa variedad que se pretende eliminar de las ideas-, con sutiles referencias a pretéritos tiempos de unanimidad y miedo sospechosos, con afirmaciones que quizá sólo entre líneas podrían entenderse. Había sofismas también, bien disimulados, bien traídos a cuento. Y había en sus palabras denuncias similares a las mismas denuncias que hoy ocupan la calle, que hoy llenan pancartas, que hoy construyen tantos versos.
Y en esta identidad de argumentos se me dispararon las alarmas, como se dispara el miedo cuando uno percibe que la fiera se prepara para el ataque, porque en ningún momento rozó ni una sola propuesta concreta, ni siquiera indicó por leves señas qué pretendía, y sin embargo lo dejó bien clarito… Conceptos que aún resuenan en muchos recuerdos, aunque los más jóvenes no los hayan oído y ahí probablemente, en su desconocimiento, anide el grave riesgo. Y justo en esa pretensión radica la gran diferencia, radica el peligro, radican las ansias de una vuelta al pasado más gris y más zafio, a ese pasado construido con grandes proclamas que sin embargo ocultaban mordazas y yugos, prisiones y tumbas. Porque uno desea la paz y desea el bienestar, pero no desea la quietud unánime y silenciosa de los cementerios.
Para que el ambiente de mi entendimiento fuese completo, había leído por la mañana en El País del Domingo, mientras un tinto de verano nos refrescaba, los resultados de una encuesta en la que se preguntaba a los españoles por el grado de confianza que le merecían las distintas profesiones, las diferentes instituciones, los varios colectivos que forman la urdimbre o el entramado de un estado. Así, por ejemplo, médicos, científicos, intelectuales, universidades, policía, ocupan la cima de las preferencias con calificaciones notables. Suspenden, sin embargo, aquellos a quienes entregamos nuestra voluntad, nuestra alma y nuestros ahorros... Tremenda paradoja, pensé. Y en el último lugar de todos, los políticos, más abajo incluso que los partidos que están también en la cola de ese grupo. ¿Curioso? ¿Peligroso?
Mientras el vino recorría mi gaznate, me sorprendió, me entristeció y me expliqué, no sólo por qué tienen tanto apoyo social los jóvenes que representan el movimiento 15M y que están en la calle manteniendo viva la llama de la reivindicación y de la propuesta (no se ha de olvidar que no sólo se quejan, sino que cada día en sus asambleas nacen propuestas fruto del consenso al que se llega mediante diálogo y respeto); sino que también empecé a entender por qué se alimenta, crece y robustece el fantasma del pasado que, aprovechando esa dinámica de miedo, decepción y cansancio originados por la voracidad inmoral de muchos políticos, pretende dinamitar el sistema para reconstruir el viejo y gris edificio del totalitarismo fascista.
Los pocos minutos del discurso tan bien escrito –no creo que llegaran a diez- fueron suficientes para comprender que algunos sectores manejan la misma idea que utilizó el dictadorzuelo de tan corta estatura física como escasa catadura moral, para construir su propio sistema: los políticos, sus partidos, son el cáncer que mata y divide a nuestra sociedad, por tanto, si acabamos con ellos, acabaremos con nuestros males. Y la sutil referencia a ideas de antaño que dan seguridad y dan confianza a quienes necesitan para vivir cada día la figura del padre protector o de la madre abnegada, revoloteó como asidero para entendimientos un poco pusilánimes, para ideas que añoran un pasado no tan lejano, y para quienes saben que volverían a ser los grandes beneficiados.
Y es que existen determinados modos de entender la vida que se sienten más a gusto, dentro de un solo pensamiento, con la seguridad que da poseer verdades inmutables que nunca se ponen en tela de juicio, y si se ponen en duda por alguien, a ese alguien se le silencia de todos los modos posibles.
En el fondo anida el convencimiento de que a muchas personas determinadas cuestiones no les afectan, ni poco ni mucho. Porque teniendo cubiertas las necesidades más básicas, las que atañen al organismo, eliminando el miedo que en sus retinas produce la mirada al futuro siempre por construir, siempre cambiante, siempre incierto, todo lo demás les da lo mismo. Se han encargado los políticos, los curas, los banqueros –ellos mismos, los peor valorados en esa encuesta- de eliminar en esa mayoría la necesidad de pensar y expresar los pensamientos, el avance de la justicia y del ser humano desde el debate, la confrontación de ideas, la disparidad de criterios. Muchos siguen creyendo a pies juntillas que pensar no sólo es peligroso, sino contraproducente y dañino: la peor de las armas de destrucción masiva.
Quizá sin proponérselo, quizá sin ser conscientes de ello, determinadas constataciones o determinadas proclamas o determinados eslóganes están rescatando del olvido viejas ideas que muchos pensarán son las mismas que ocupan las calles y plazas, que ocupan las pancartas y que ocupan muchos versos.