Algunas fechas se acordonan al alma como si estuvieran rematadas con un nudo corredizo, de esos que se usan para convertir en corbata de muerte una soga.
Después de los años, un día como hoy ya no hace daño. Parece incluso que ese nudo se ha deshecho del todo y ya no es nada o casi nada, una fotografía en sepia del pasado, algo que no llega ya a asustar, menos aún a dañar. Seis años son suficientes para que ese dolor sea un vestigio de una cicatriz oculta.
Pero la vista también guarda memoria, como el resto de los sentidos, y el recuerdo, aunque no duela, le deja a uno impregnado de arrugas. No saber cuándo algo concluye, dilatar en el tiempo el crujido del llanto es más dañino, las más de las veces, que un tajazo limpio, seguro, inmediato, sobre todo cuando ante la vista de uno crece y aumenta la profundidad de la sima, la potencia del fracaso.
No conviene hacerse más cruces que las justas, las que ya el tiempo dejó en su tránsito, pero escribir ciertas fechas, sin haberlas pensado previamente, es como si la fiera, escondida, asaltara de nuevo. Aún sigue viva. Aún el olvido no ha concluido su zapa.
Lo que importa, sin embargo, es mirar adelante, y ahora miro al frente, ahora de pronto, a pesar de mis quejas de los días pasados, algo ha surgido… Quién sabe, sólo dentro de unos meses podré decir si es algo o no es nada, pero aquí está latiendo con fuerza.
Porque al contrario que lo dicho respecto del once de agosto, otros olvidos no nos rescatan, más bien impiden a la frescura de la brisa rebajarnos la fiebre del rostro.