Cómplices

Miércoles, 10 de agosto de 2011

Conocer a nuevas personas es, en general, ingerir una bocanada de oxígeno, algo que viene muy bien para continuar la marcha con los ánimos renovados.
Cuando, además, resultan ser amigos de amigos, uno llega al instante de la reunión predispuesto a encontrarse con alguien cuyo modo de ser se amoldará como un guante al propio modo de ser. Y se está seguro de que se incluirá en la nómina de amistades a unas personas que hasta la víspera eran desconocidos. Y así fue ayer por la tarde. Y mucho mejor, podría decirse.
Después de algún tiempo, por fin nos encontramos con T. y D. en su casa de Torrecaballeros. Son una pareja joven, simpática, acogedora y dispuesta a la conversación, a dejar, como sucedió durante el ocaso de ayer, que pasen los minutos, e incluso las horas sólo pendientes de los gestos y las palabras de otros.
Que sean tan jóvenes y que sean preparados científicos que trabajan en la universidad codeándose y avanzando con científicos de cualquier parte del mundo, a uno aún le extraña o le deja un poco perplejo, pues todavía estoy embadurnado por consignas del tipo ‘Que inventen ellos’, o con teorías que ven en los científicos paradigmas de unos estados tan ricos que sólo ellos pueden sostener semejante colectivo que se caracteriza, en modo general, por aportar poco o no aportar nada inmediato al desarrollo cotidiano de la colectividad. Y conviene afirmar que tal visión es muy triste, y denota sino ceguera, una miopía con tantas dioptrías que inhabilita para avanzar en la vida con el paso decidido y constante de quien sabe a dónde camina.
De ello hablamos largo y tendido, no podía ser de otro modo. A T., según publicaron dos diarios de España, los de sus dos patrias chicas, Asturias (por parte materna) y Segovia (por el lado paterno) ya le han dado algunos premios, uno de ellos de cierta trascendencia en Estados Unidos. Explicó con la sencillez de quien no se da importancia, con su risa de campana feliz y con buenos ejemplos en qué consisten sus investigaciones, pero mi superlativa torpeza en estas materias me impide intentar transcribir sus palabras, pues erraría de parte a parte y acabaría por contar de molinos allá donde había gigantes (¿o era a la inversa?). Saqué en limpio, eso sí, que anda detrás de poder conocer, quizá como quien conoce su propio latido, el funcionamiento de alguna molécula relacionada con la epilepsia. Algo tan ínfimo en su tamaño (¿cuánto ocupa una molécula en el espacio microscópico de una célula?) me sonó tan fascinante, tan arriesgado, tan inmenso como convertirse en el primer explorador de una selva o un inmenso desierto de hielo y de frío, no sé, el Amazonas o la Antártida, algo así… Un territorio aún ignoto, sin cartografía, sin descripciones de flora, fauna, clima, ríos, valles, hondonadas, riscos, montes, cordilleras…
Teníamos ante nosotros a dos jóvenes padres que, como todos los padres con niños de seis y tres años, viven con un ojo puesto en lo suyo o en lo de otros o en lo de cualquiera, pero el otro siempre atento a las voces infantiles, a sus gestos, a sus deseos y a sus necesidades.
Contemplar ante uno a dos científicos cuya tarea cotidiana consiste en investigar lo que ambos investigan (D. –según explicó- da un paso atrás respecto de su esposa y observa, no describe –o no lo intenta- cómo es una sola molécula, sino el funcionamiento del conjunto que compone la célula) a uno le hace pensar muchas cosas. Algunas de ellas –quizá la luz del ocaso en deliquio dorado ayudaba- son fantasías un poco ridículas de novelista frustrado y sin tarea, pero otras son constataciones de que todo el trabajo, la inversión y el esfuerzo sacrificado de épocas anteriores comienza a dar su fruto.
Cuando éramos niños –o sea cuando D. (en Tenerife) y T. (en Madrid) aún no habían nacido o eran a penas bebés-, leer algo relacionado con científicos, o ver alguna película sobre el asunto, era hablar de americanos o rusos, ingleses o alemanes, quizá checos o canadienses, lo mismo franceses… Poco más. Aunque fuera mentira, quiero decir aunque existieran, uno no pensaba en científicos italianos o belgas, mucho menos portugueses o argentinos. Y compatriotas españoles, menos aún, eso sí era ciencia, ciencia ficción. Los que había, los que hubo eran más extraños y casi tan heroicos, como los conquistadores de América, o como, repito, aquellos exploradores que se internaron por el Polo, o por el continente africano. Y es bien sabido que lo que uno recibe o atesora en su memoria durante su infancia, es más indeleble que cualquier tatuaje. Y sé, siempre lo he sabido, que se trata de algo incierto en bastantes aspectos, por no decir todos ellos, pero esa es la imagen que se transmitió en nuestra época. Y aún uno tiene algún coetáneo enfrascado en sus tareas investigadoras, pero si las dificultades de la generación de D. y T. son muchas –y algunas nos contaron, aunque no hubo lamento en su tono, más bien descripción de hechos-, para quienes ahora rozan los cincuenta años, deben ser inenarrables.
Pero al mismo tiempo compartir un café y una tarde con una pareja de jóvenes padres que son amigos de unos cuantos amigos, allá en Tenerife, que viajan y viven, que leen y recuerdan sus juegos de niños, dónde estudiaron, cómo se conocieron y dónde, y su trabajo consiste en la ciencia, es una medida precisa y hermosa de los pasos que este país ha ido dando, de los avances que han supuesto algunos sacrificios, algunas inversiones. Quizá debería ser mucho más amplio y profundo ese cambio, no lo dudo, pero su presencia ante nosotros, en la tarde de Torrecaballeros (un pueblecito de Castilla que no llega en invierno a los mil habitantes), es la constatación de que este país transita una senda adecuada que no debiera tener marcha atrás, que no debiera ser truncada, porque como tantas veces afirmo, sólo el árbol cuyas raíces ahondan con robustez en la tierra es capaz de crecer sano muy alto, tan alto que pueda hacer algunas cosquillas en los pies de los sueños.