Cómplices

Viernes, 12 de agosto de 2011

¿A cómo se cotiza el optimismo? ¿Por qué va siempre al alza el miedo, rebajando cualquier sonrisa o robando cualquier esperanza? ¿Cuál es el precio real de las caricias? ¿Qué valor tiene la empresa del hambre, así, partida en porciones entre compradores de esqueletos? ¿Cuánto tanto por ciento ha bajado esta semana la herida de bala, la más leve, esa que no cercena vidas, ni ocupa el grito de una cama en un hospital de campaña? ¿Por qué la cabriola en la brisa de una compañía de columpios no cotiza en el famoso parquet, y cotizan, sin embargo, los aburridos valores bancarios, las acciones de empresas oscuras, teñidas tan sólo con tinta de dinero...?
Ayer por la tarde, entre derribo y derribo de párpados, escuché en La Ventana a Félix Grande. Allá, al otro lado del pequeño aparato, me lo imaginaba tan alto, tan serio y tan sonriente, con esa mata de pelo tan blanco. Hablando con esa voz que nace en un pozo y viene andando, mejor dicho rodando, despacio desde muy lejos, desde lo hondo.
Es difícil que mi recuerdo se sustraiga a los años en que Benigno (ay Benigno cómo echo aún de menos esas largas parrafadas sin tema y sin límite), me presentó al poeta. No recuerdo muy bien, es cierto, aquellas primeras palabras, pues uno, tan joven y tan inexperto, miraba y no daba crédito a la suerte que había tenido, me habían presentado a este poeta. Recuerdo, a cambio, el discurso de su cara, la oratoria convincente de su sonrisa abierta, la mirada directa, el gesto atento de quien escucha a otro que, como yo entonces –también ahora- debería callar, escuchar y aprender…
Y es más difícil aún olvidar otras cosas, la historia pequeña de algunos versos que no alcanzaron el puerto, y zozobraron un poco, casi llegando a su bocana. Son cosas que suceden, y aquel pecio aún se pudo rescatar y sobrevive, al menos en el recuerdo de algunos amigos…
Y al final de su tiempo, cuando ya casi la hora manejaba la manivela que desciende el telón, como los grandes diestros, decidió que la faena no estaba acabada. Le pusieron al toro en suerte, le preguntó la sonrisa de Marta por estas revueltas que tiñen las calles del mundo, empuñados los gritos por las gargantas más jóvenes, y el poeta, despacio, dejando que las palabras parecieran arcilla, dijo lo que tantos pensamos, aunque no sepamos decirlo como él lo dijo… Comentó, más o menos, que si los que rigen los mercados, esos cien o doscientos que deciden el ritmo del galope del mundo, han pensado que podemos regresar al momento en que trabajar de sol a sol era el único destino de los seres humanos, que si habían pensado que tantos ríos de sangre se habían derramado a lo largo de más de un siglo para volver al inicio, entonces es que su enfermedad mental era más grave aún de lo que uno sospecha, de lo que ya muchos han diagnosticado. Mucho más grave.
El mundo está en manos de enfermos mentales. Tan avariciosos y tan temerarios que a este paso, y también su argumento se volvió verso de Apocalipsis al recordar los millones de muertos provocados en la II Guerra Mundial que vienen después de la crisis financiera de 1929, puede haber legión de cadáveres, pero que estén seguros, que sepan, que no volveremos, que es imposible, volver a aquellos tiempos.
Que yo sepa la mayoría de países, de los que a nosotros mismos nos llamamos civilizados, tenemos algún artículo del código civil o del código penal, donde se regula el modo en que se ha de inhabilitar a las personas cuyas facultades mentales están seriamente perjudicadas. Quizá ha llegado el momento en que la vida de una especie y el futuro del planeta, no se pueden dejar en manos de los locos.