Cómplices

Jueves, 4 de agosto de 2011

Cumpliendo con su propio destino, agosto está trayendo más visitantes a la ciudad, tal y como siempre ha sucedido. Es tempranísimo para saber aún si todo lo que está pasando en Europa y en el mundo influirá mucho, algo, poco o nada en este minúsculo apartado de nuestra existencia. En estos días las noticias son algo más que preocupantes, pero uno tiene la extraña sensación de que las miramos como si aún estuvieran muy lejos, o como si no quisiéramos que se acercaran, como si pensáramos en serio que lo que a otros les ha sucedido ya a nosotros no tiene por qué sucederles.
O quizá, es más probable aún, como no se entiende muy bien todo lo que está sucediendo, preferimos vivir con la venda ante los ojos, y pensar que son cosas de los políticos. Que son sus cosas, que ellos se vayan zurrando la badana a modo y se dediquen a hablar en una jerga ininteligible e inaccesible.
Los trucos del lenguaje.
Porque el lenguaje es un arma poderosísima capaz de intimidar a las personas hasta desactivarlas. En cuanto uno comienza a comprender el significado de algunas palabras de las diferentes jergas, su sonido empieza a ser menos amenazante o más, depende, pero al menos se refiere a algo de lo que sabemos dar alguna cuenta.
El miedo es el arma principal con el que cuentan los poderosos, porque es el arma más disuasoria de todas las que existen. El miedo paraliza, o hace correr a la desesperada sin dirección precisa, a veces hacia una hondonada por la cual nos despeñaremos, o se despeñará quien corra veloz y como descabezado. El miedo paraliza, pero sobre todo detiene la voluntad o la capacidad de decidir, porque si uno se para a propósito, como quien se sitúa ante un parapeto, o si uno frena su marcha para tomar la decisión más correcta o porque el borde del precipicio no es muy seguro y conviene ralentizar la marcha, no ocurre nada; lo malo es cuando esa paralización supone quedar a la vista del depredador o quedar a la intemperie de una tormenta extrema en medio de un pavoroso festival de rayos, truenos, vientos y relámpagos.
Y algo así nos está sucediendo. Los economistas, esos sabios que sólo saben analizar (malamente) el pasado y no saben prever nada del futuro, empiezan a sustituir a los médicos en la posesión de una jerga inextricable y misteriosa, casi como el lenguaje de los ensalmos que usaban brujos y hechiceras para con sus pócimas envenenar a alguien. Porque quien domina un lenguaje, parece que domina la realidad a la que se refiere y está en posesión de todos y cada uno de los recursos que le permiten convertirlo en realidad.
Pero siempre hay alguien dispuesto a explicar las cosas y lo que es más grave aún, siempre hay alguien dispuesto a leer lo que otros han escrito para explicarlas. Y uno, que se ha preocupado de leer lo básico, ha llegado a alguna conclusión que reafirma, como un subrayado difícilmente alterable, que hemos caído en manos de verdaderos monstruos, de instituciones que controlan seres humanos que han perdido cualquier rastro de humanidad en sus decisiones, simplemente porque lo único que es de su incumbencia es el acrecimiento de sus cuentas. Los viejos avaros eran pálidos aprendices de los avaros que ahora deciden sobre nuestro futuro y lo que es aún peor, sobre el futuro de nuestros hijos. Porque se ha de saber que nuestro empobrecimiento es su riqueza, porque se ha de tener claro que a nuestra costa hay muchos que en estos meses se están enriqueciendo hasta extremos inimaginables. Cada incremento en el interés de nuestra deuda, en realidad, es acrecentar su cuenta corriente en muchos miles de millones. Muchos de los muertos por el hambre en todo el Planeta, para ellos han sido incremento en sus ganancias, pues han estado jugando con el precio de los alimentos, como quien juega al monopoly en casa. Y la solución no es, como algunos pretenden, adelgazar hasta el extremo la presencia de lo público, porque ellos, quienes creen que llegarán al poder muy pronto –y lo mismo lo consiguen-, ahorrarán de lo que es primordial para que las víctimas no sean muchas, o no sean. Esas víctimas, nosotros, no les interesamos, porque en definitiva somos pobres, somos seres perfectamente intercambiables o sustituibles, quizá, incluso, somos parte pesada de una carga que no les interesa transportar, porque a ellos, al final, sólo les interesa seguir alimentando a la fiera, a su dios, a ese sistema económico del que son fervientes sacerdotes. Y que nadie nos engañe. Su objetivo es servir a su dios y para ello empuñan otras palabras grandilocuentes y que se clavan en nuestro corazón, porque son las palabras que aprendimos cuando niños, y con esas palabras nos distraen la atención y el tiempo, mientras ellos siguen a lo suyo que casi nunca es lo nuestro.
A veces uno piensa que las más tiernas películas llenas de una inocencia que linda con lo más edulcorado y empalagoso, son las que mejor han retratado la situación a la que me refiero, acaso porque con la misma mirada de un caricaturista eficaz, han ido a lo esencial, dejándose de otros asuntos que sólo sirven para distraer o confundir sobre lo esencial.
Y por más que se intente disfrazar todo este asunto, la verdad es que el problema verdadero es el sistema en el que vivimos. Es más que una crisis pasajera. Y hemos de prepararnos para tiempos muy duros que antes o después nos arrastrarán a sufrimientos sin cuento.
Lo llevo diciendo algún tiempo. Quizá se trate de una de mis simplezas más grandes, pero nadie aún me ha convencido de otra cosa. Mientras la economía continúe siendo un sinónimo de las finanzas, como ahora mismo ocurre, el monstruo seguirá creciendo a costa de nuestra carne trémula y cansada. Mientras no haya nadie que vuelva a situar a la persona como verdadero centro de la economía, estamos abocados a tiempos de dolor y quizá tanto dolor y tanta muerte pueda ser el propio exterminio de un sistema caníbal.