Son las siete y media de la mañana, incluso el sonido de los pitiditos de la radio me lo confirma y la voz del locutor que sale desde donde Marián se prepara para ir a la oficina subraya esta afirmación escrita, como si me fuera a otorgar la razón en todo.
No debería, quizá, escribir sobre esto, pero es lo único que se me ocurre: los dedos largos del sol están levantando el rubor en la piel de la Esbelta Dorada, y en la cara oriental de todas las torres y en todos los edificios que desde este ventanal contemplo.
Justo frente a mis ojos –sólo he de alzar los párpados-, los feos cilindros metálicos de la chimenea de la Comisaría estallan en un rebrillo de oro viejo y las columnas (solución hermosa del edificio contemporáneo) que unen o sujetan el tejado con su planta superior en cuya esquina del Este se abre una terraza como una sonrisa que aligera de la pesantez de su estructura cúbica, también toman el mismo tono que el resto de de la ciudad. El cielo clarea lentamente, como un niño desperezándose mientras sonríe, y alguna pequeña bandada de palomas cruza el aire a lo lejos, al que le faltan ya, también hoy, los aviones, las golondrinas. Los árboles como en un suave llamear cuentan la serenidad de la brisa que hoy está quieta, acaso algo cansada de sus juegos y carreras vespertinas.
Amanece.
Y me gustaría que este amanecer tan íntimo, tan pequeño, tan sencillo y por ello mismo tan hermoso, como es hermoso un manantial o esa sonrisa de ese niño que se despereza al despertar, fuera la imagen o la avanzadilla del amanecer de un país que está siendo acosado por jaurías de lobos, por manadas de fieras, por bandadas de buitres que nunca tienen suficiente alimento que llene sus vientres. Me gustaría que este amanecer como una piedra de ámbar engarzada en oro, también fuera el amanecer que aclarara las responsabilidades de quienes nos han llevado hasta aquí, pero que no sufren las consecuencias que están llenando tantas vidas de una angustia innecesaria. Me gustarían tantas cosas imposibles.
Se me escapan los deseos inútiles por los poros de la piel y del alma, mientras contemplo cómo el azul cada vez es más nítido, cómo los grupos de palomas vuelan hacia el poniente, unánimes por alguna razón, supongo, y alguna pandilla de gorriones veloces y alocados emborronan el primer plano de mis pupilas. Pero no pasará nada, bien lo sé. Quienes deciden los asuntos del mundo han determinado la llegada de nuestro sufrimiento colectivo y no se detendrán. Los hay, dentro y fuera, que se están frotando las manos, pero yo no lo haría pues ni a los sepultureros debiera gustarles enterrar a sus muertos.