Cómplices

Viernes, 5 de agosto de 2011

Ya son esos días en que el sol empereza y cualquier pequeño contratiempo (hoy una grisalla de nubes inesperadas) es suficiente para que aún la claridad sea tan tenue que le haga emparentar con el ocaso vespertino, cuando es necesario enchufar las luces de las casas, y si uno no lo hace es porque intuye que se acerca la luz. Ahora mismo sobre esos cilindros metálicos que forman la chimenea de la Comisaría, citada la otra mañana, el reflejo del sol semeja tres tenues brasas en su base, a las que les cuesta ir creciendo para hacerse llama, en todo caso empalidecida, como anémica.
En momentos como éste, uno da gracias por saber utilizar todos los dedos de sus manos con el denominado antaño método ciego, pues de lo contrario aunque no quisiera yo, que no quiero, tendría que enchufar la lámpara que está a mi lado. Nunca he entendido porque lo llaman método ciego, si, a mi modo de ver, es todo lo contrario, ya que en realidad parece que es un sistema, por el que se da vista a los dedos, como si de esta manera, los hubieran otorgado pupilas, que saben o ven por sí solas el lugar hacia el que tienen que ir sin dudarlo. Y siempre que tengo este pensamiento, agradezco mentalmente a mi padre que aquel verano de mis trece o catorce años, nos apuntara a esas clases para aprender mecanografía. Como el sembrador, arrojó la semilla (también en forma de un dinero del que le costaría desprenderse) en previsión de un futuro que estaba tan lejos. Nunca se podría saber por qué vericuetos nos llevaría la existencia, y poseer algunas habilidades o herramientas tan prácticas como la mecanografía (aunque sólo fueran sus rudimentos más elementales y casi torpes, pues, en mi caso, las clases apenas duraron tres semanas, ya que tras ese tiempo sufrí una lesión en el hombro que hubo de permanecer en cabestrillo el resto del curso, y aún más semanas, si no me equivoco o no recuerdo mal). Probablemente él pensara que este rudimento podría servirnos por si con los años acabábamos en alguna oficina mecanografiando textos de otros, transcribiendo cartas comerciales o documentos de otro tipo. Se pensó incluso en la taquigrafía, pues aún entonces era bien apreciada en manos de secretarias y ayudantes aplicados, pero aquello se dejó para más tarde. Hoy la mecanografía parece una antigualla, aunque supongo que no lo será del todo, mientras que la mecanografía, incluso con la multiplicación de teclados en las casas a causa de la informática, es más necesaria aún que allá por el verano de 1975 ó 1976.
Pero si él, con todo el derecho, la lógica y la razón del mundo, pensaba en esta posibilidad o alguna similar que nunca nos dijo, yo ya pensaba en mis letras. Por tanto debería ser 1976. Yo ya pensaba en la ganancia que era poder trasponer yo mismo y sin un esfuerzo brutal, mis textos a través de la máquina. No pensé entonces en la opción de teclearlos directamente, lo reconozco. Aún no fui capaz de prescindir del contacto del bolígrafo sobre el papel, como si fuera yo mismo quien me vertiera sobre su superficie.
No hizo falta, como otras tantas veces, que me insistieran sobre la necesidad de practicar. Como dijo el profesor, las clases servían para inculcar el rudimento, pero la destreza, la velocidad, la limpieza y la precisión sólo se adquirirían con la práctica rutinaria, con la constancia cotidiana.
Hubo máquina de escribir en casa más pronto que tarde. Una Olivetti de carcasa celeste, no muy pesada que me ha acompañado muchos años y que he tecleado muchas veces, sobre todo en verano, ametrallando el amanecer de mi adolescencia y primera juventud. Y debe ser esto de mecanografiar como dicen que es lo de montar en bici, que nunca se olvida.
Hubo un año en que a penas la toqué hasta que, acabado el curso, me puse de nuevo manos a la obra. Recuerdo, vagamente, que había perdido velocidad –mucha velocidad, y eso que nunca la llegué a alcanzar-, pero sólo eso. El resto del conocimiento permanecía intacto, como si se hubiera fijado a modo de tatuaje en las yemas de los dedos.
Luego hubo –años más tarde- un curso, durante otro verano, a primera hora de la mañana, en este caso específico para alcanzar velocidad precisa, por unas oposiciones en las que nunca creí en exceso, entre otras cosas por este asunto de la extrema celeridad que nunca ha sido mi fuerte, a pesar de que alcanzo una frecuencia que no es baja. Pero llegar a las doscientas cincuenta pulsaciones por minuto, con el menor número posible de errores, como se pedía, siempre me pareció una meta inalcanzable, y nunca llegué a ella, quizá por falta de práctica, eso es cierto. Recuerdo que al final de ese periodo rocé las doscientas veinte pulsaciones, pero creo que de ahí no pasé. Y después no me hizo falta. Sin embargo, más tarde, aumentó la práctica (en la oficina y en casa), y sin casi darme cuenta acreció la velocidad de un modo que me parece adecuado. Y si las ideas en forma de palabras fluyen en mi pensamiento, los dedos las reflejan sobre el teclado con el tiempo suficiente, para que el pensamiento no se ralentice demasiado, casi como si escribiera a mano, casi como la trasposición a la pantalla de mis palabras fuese automática, sin que las ideas tengan que agolparse a la puerta de mi cerebro, esperando su turno como si fueran pacientes en la sala de espera de un dentista. Y así sucede que escribir de este modo no es detrimento de la añorada escritura a mano y sobre todo para la reescritura es una auténtica maravilla.
Todo ello, quizá, fue la razón que me empujó a que mis hijas, en cuanto pude, pasaran por un curso similar, aunque no idéntico, pues las viejas máquinas de escribir, aún incluso las más modernas que yo no utilicé, las máquinas eléctricas, pasaron a la historia. Ellas ya aprendieron a mecanografiar directamente sobre el teclado de un ordenador. Y contemplar cómo se desenvuelven en él es una satisfacción, pues sé que algo tan elemental y tan sencillo, a la larga es básico hoy en día.
Más aún, si como otros me cuentan, únicamente escribiera con dos o tres dedos, el problema no sería sólo para mis textos, supongo, sino que también sería mi cuello, mi espalda o ambos, quienes sufrirían de ese modo de escritura, tan extendido en nuestra generación. No me imagino, no me lo puedo imaginar, estar dos, tres, incluso cuatro horas seguidas, con la cabeza agachada, pendiente la vista del teclado, del lugar preciso donde se han de posar los dedos. Si acaso lo hago, que algunas veces he de hacerlo, se debe más bien para cambiar la posición, para que tampoco el cuello o la espalda o ambos se cansen de mantener la misma postura frontal y algo rígida siempre, a pesar de mis vanos intentos de que su rectitud sea relajada. También a ratos, y esto de otro modo sería imposible, levanto los ojos y alzo el cuello –como ahora mismo- para contemplar las nubes, las torres, los árboles, el vuelo de los pájaros, los cables que fijan las antenas de comunicación de la Comisaría a su tejado, la evolución de la luz que ya sí es de día, un día muy gris, casi opaco…
Y sé que estas cosas –en las que quizá aquel verano no pensara mi padre- me permiten una libertad y me dan una autonomía que siempre me ha venido muy bien, que evita cansancios prematuros, que permite una pronta respuesta que, incluso, probablemente ha evitado o retarde alguna lesión crónica en cuello o espalda de esas que son tan comunes en las personas que están muchas horas escribiendo ante un teclado.