De pronto amanece, aunque no sea de pronto, aunque sea a su ritmo. Quiero decir que llega otra jornada, que se asoma otro día, que de nuevo los ojos se asocian a los colores de la existencia, que otra vez se navega por la superficie de los días…Que lo que anoche nos hacía daño en lo más íntimo, allá donde nunca creímos que llegaría la bazofia del ser humano, no ha podido con nosotros a pesar de las trazas de bala incendiaria que llevaba ese disparo que se hizo presente desde un pasado no tan remoto (el último tres de abril) y sin embargo parece que ya el mundo es otro, es tan diferente, es tan distinto…
Vengo de alzar mi vista a las páginas de este cuaderno de aquellos días. Quería comprobar qué razón hubo, si es que hubo alguna, para que esa noticia no hubiera llegado hasta mí. Quería saber en qué andaban ocupados mis días para no haberme enterado de algo que, quizá, alguien filtró sin que los promotores quisieran que se filtrara.
Y vuelvo con sabor amargo de hiel prendido, pegado, incrustado… más que en la lengua, otra vez más adentro, mucho más adentro.
Anoche el tres o el cuatro de abril me parecieron fechas lejanas, que volvían a este presente con ánimo de hacerme daño, pues no creía yo que fuera posible semejante sandez, semejante salida de tono de nuestros prelados, de esas cabezas supuestamente tan bien formadas, con tanta sapiencia, con tanta experiencia. Ahora, después de recordar la dirección en la que se movían mis latidos, retorno al presente con el alma encarnizado, con esa herida reabierta en el recuerdo…
Resulta que en los días en que nuestros obispos sugerían la opción de apadrinar a algunos obispos del Tercer Mundo para que viajaran a España y así acompañaran al papa en la Jornada Mundial de la Juventud (católica, supongo), en esos mismos días, digo, se moría Zúñiga. Y otra vez lo que importa ocupa el primer plano y otra vez dejan de doler tanto estos disparos que viajaban del pasado de hace cuatro meses tan solo… Tampoco ha transcurrido un mundo entre la noticia y su lectura, y sin embargo ya todo está cubierto por cierta espesa niebla de olvido. No, no es que me olvide de su muerte, ni mucho menos de su vida: a mi vera sus libros son su presencia, su recuerdo, su inmortalidad, pero hay algo irreal, como si al perder las referencias concretas los hechos se alejaran más de lo que se alejan.
No sé qué habrá sido de esa iniciativa episcopal, que suena a miserable y torpe campaña de mercadotecnia. No sé si alguien se habrá dado cuenta de la necedad de la misma. Lo que sé es que tales ideas confirman mis más trémulas sospechas. Esa sensación que a uno le queda de desesperanza, de traición y desidia, de alcanzar nuevamente la conclusión precisa de los verdaderos intereses, de la verdadera razón de ser de unos cuantos, que por desgracia no son cualquiera, que para nuestra condena, son quienes ejercen la responsabilidad del gobierno de la Iglesia. Y me queda la sensación de daño. La contaminación que se produce en el propio manantial del que, supuestamente, bebemos para saciar esa sed que nos devora el alma.
Y a uno no le queda más remedio que llorar hacia dentro, que comerse con rabia, si es que la perplejidad lo permite, semejantes desmesuras y pensar que hoy las palabras más ciertas, las palabras que son verdaderos ecos de aquellas otras palabras, no salen de las bocas de nuestras eminencias –como acaso casi nunca salieron-, sino que palpitan en algunos versos, en algunos poemas, incluso de algunos poetas muertos, pues lo que ellos gritaron, lo que aún permanece demasiado escondido en sus versos, tiene más que ver con aquella verdad que otras palabras, que otros gestos.
Quizá no sean las noticias más graves, ni las más importantes, quizá sólo gestos a modo de retazos. Quizá, ya lo sé. Pero algunas veces la gota desborda el vaso. En su esencia de gota no es nada o no es más que el resto de gotas, por tanto acaso en sí misma no importe, pero ocupa un lugar, llega en un momento, percute justo cuando no cabe ninguna más, o cuando el vaso, cansado de serlo, se ha fracturado y el líquido se desborda sin remedio.
Habrá muchos que andarán exultantes, pues ellos también habrán sido desbordados por esta noticia, pero su inundación será de gozo, pues ya tienen otro motivo para seguir zahiriendo, para seguir criticando con razón y con saña. Pero uno no se alegra, ni siquiera queda indiferente, encogiéndose de hombros. A uno estas cosas le duelen, quizá porque en el fondo quisiera lo contrario, porque en el fondo querría que ese dinero solicitado a cualquier persona para que un obispo pueda acercarse durante la visita del Papa, se hubiera pedido para remediar tanta miseria, tanto hambre, tanta necesidad como asola al planeta, o como poco allá en las diócesis donde esos pobres prelados pastorean. O, al menos, haber pensado otro supuesto, y haber financiado el viaje de algún seminarista o quizá de algún catequista que, ellos sí, tantas veces, se juegan el alma y la piel, pues en muchísimos casos son portadores de justicia y verdad ante los poderosos que maltratan y explotan y expolian a tantos de sus catecúmenos. Porque ser catequista en ciertos lugares, se parece más a ser héroe que ninguna otra encomienda en el mundo.
Ojalá que muchos, ojalá que todos los obispos a quienes se destinaba la iniciativa se hayan negado. Ojalá que hayan descubierto que el cayado que empuñan no es para lucirlo en el agosto madrileño, sino que es la señal de su misión: cuidar la porción encargada, velar por los más pequeños, servir a los más débiles, sufrir con los que más sufren. Ojalá que nuestros obispos leyeran más versos, ya que no son capaces tantas veces de comprender o interpretar el verdadero sentido de las palabras que tan bien y tan escrupulosamente conocen. Ojalá que cayeran en sus manos ciertos poemas, ciertos gritos, y allí, entre sus dedos, les explotasen como azucenas de lágrimas, como esporas de esperanza, para que volvieran sus ojos más puros, de nuevo, a la hialina frescura de sus textos, aquellos que aseguran que al principio fue el Verbo, y sin el Verbo no fuera nada.