Cómplices

Martes, 2 de agosto de 2011

Que uno es un tipo más bien raro, no es objeto de discusión. Lo tengo asumido, como tengo asumidas tantas cosas de mi vida, de mi forma de ser, de mi aspecto, de mi estilo. Pero que a uno se lo estén repasando por activa y por pasiva ante su cara, digamos que no ayuda a provocar muchas sonrisas, ni me empuja a ejecutar una catarata de cabriolas para festejar tanta reiteración.
A veces se hace difícil entender la incomprensión que uno provoca en los demás, cuando soy un ser pacífico y ajeno a cualquier tipo de discusión o debate encarnizado. Procuro no molestar nunca –aunque esto es una pretensión bastante inútil- e intento organizarme el tiempo del modo en que mis deseos y aficiones, encajen lo mejor posible con los deseos y aficiones de quienes me rodean, aunque algunas veces sea como armar un puzzle de mil piezas.
El problema, en el fondo, sé cual es y sé que no se atreven a decirme a la cara lo que piensan de verdad; prefieren más bien protestar por ciertos hábitos o manías que uno tiene, como si construyeran una metáfora literaria, como si refiriéndose al envoltorio declarasen el contenido. Parece que no se dan cuenta que uno sabe interpretar las metáforas y el resto de figuras literarias, incluso las metonimias, al menos es parte de su oficio construirlas de vez en cuado. Y es bien sabido por todos que a buen entendedor…
Y no, con tantos años a la espalda me niego a formar parte de esta cáfila contemporánea de humanos a quienes se les ha convencido que las verdaderas vacaciones consisten en viajar de una parte a otra viendo ciudades o lugares como quien mira escaparates, o quienes suponen que uno es mucho más feliz tumbado al sol dejando que sus dedos ardientes conviertan mi piel en algo así como un poco de pan tostado, o quienes afirman que es un castigo madrugar para escribir.
Siempre he sido de la teoría –según parece por la común opinión de quienes me rodean, bastante absurda- que las vacaciones es ese tiempo que a uno le regalan al cabo del año para hacer lo que le gusta hacer y que no puede llevar a cabo mientras acude a su puesto de trabajo. Es verdad que si uno no vive solo semejante pretensión ha de matizarse incluyendo en el catálogo de gustos y apetencias los de la pareja para que estos se acomoden lo más posible. Si uno estuviese solo, estos días no sonaría el despertador; pero no por ello me levantaría mucho más tarde, quizá media hora, quizá ni eso, porque si estuviera solo tampoco me acostaría tan tarde.
Sé que es impopular, y eso lo acepto; sé que no está de moda; sé que madrugar tiene que ver con obligaciones, no con placeres… ¿Pero es tan difícil de entender que a uno le encante madrugar para escribir, cuando el día aún está recién estrenado, perfumado de amanecer, como con aroma de ropa limpia? Cuando digo que por la mañana, temprano, nada más levantarme, rindo mejor, soy capaz de plasmar mejor mis ideas con palabras, me concentro con más intensidad, me siento más inspirado, ¿en qué parte del discurso se han extraviado? ¿Acaso mis argumentos son tan intrincados como recorrer lo más secreto de una selva virgen?
Y si quieren decir otra cosa, que no pocas veces también pienso yo (y siento que otros no lo compartan, y siento que a otros les caiga mal esta idea, porque piensen que es una pose, o porque piensen que no me valoro como debo), que lo digan, que me lo suelten a la cara. Y entonces nos empezaremos a entender. Entonces empezarán a estar algunas cosas claras. Y es que algunas veces –últimamente demasiadas- uno siente que quienes están cerca sufren de una hipermetropía brutal y no ven a quien tienen delante de sus ojos, o no lo quieren ver… Es como si el verdadero Amando no existiera, como si fuera una metáfora de mí mismo, y sólo quisieran al otro, a ese que es incompleto sin éste. Y no se dan cuenta de que el laboreo continuado, la tarea incesante, me producen más satisfacciones que casi todo lo demás y son los únicos caminos que pueden llevar a alcanzar la meta. No se dan cuenta, pobrecillos, que esta lucha no es sólo sufrimiento o que no por abandonarla uno dejaría de sufrir, lo seguiría haciendo. Más incluso.
Y lo peor es que a pesar de todos los frutos que el trabajo de 2010 ha traído para este 2011 siguen pensando lo que en el fondo piensan. Y no se dan cuenta de que el camino ya no tiene vuelta atrás, por más que uno siga siendo tan raro como un ornitorrinco fucsia.
Y si después de lo que me sucedió ayer por la mañana, no soy capaz de continuar con esta tarea, por más que a algunos –precisamente quienes mejor debieran conocerme- les parezca como ir a buscar gamusinos de colores a media noche, es que tampoco he comprendido nada, es que no he comprendido que lo que ayer me dijeron es el verdadero éxito.
No puede haber nada mejor.
Fui a pagar la plaza de garaje. La propietaria a quien conocemos desde hace tres años, casi ya cuatro, como siempre estaba sonriente. Y después de abonarle lo estipulado, me comentó que sigue leyendo Oscurece en Edimburgo que había comprado en la Feria del Libro, pero que todavía no lo ha acabado, porque está pasando una mala racha, una enfermedad gravísima (y cuando digo gravísima no estoy exagerando nada, y cualquiera se puede imaginar a qué me refiero) de su hermano, más joven que yo mismo. Ha estado todas sus vacaciones yendo y viniendo desde el hospital a su casa, porque su hermano no vive en Segovia. El caso es que, según me comentó, la novela sólo la está leyendo durante el trayecto de tren y gracias a la novela se puede distraer, puede dejar de sentir el tormento al menos durante un rato. Me dijo que le está gustando mucho, que le parece increíble que hallamos hilado de la manera que lo hicimos la trama, y que aunque se notan variaciones en el estilo, no producen extrañeza en el lector.
Y entonces a uno no le queda más remedio que dar gracias porque parte de su tarea sirva al menos para aliviarle unas horas de esa zozobra en la que tiene que estar viviendo. Y si encontrar un lector es el verdadero anhelo de quien escribe, y con eso está más que satisfecho, si, además, este lector puede decirte lo que esta lectora a mí me ha dicho, el escritor –los escritores en este caso- podemos decir que hemos sido objeto de una especie de milagro. Porque además –o al menos a mí me pasa- algunos libros se hacen imborrables en el corazón del lector, más aún que en su memoria, si han sido leídos en momentos especialmente delicados de su existencia y son recordados como un lenitivo para la ansiedad, el dolor o la zozobra espirituales.
Recuerdo que cuando a mi hija mayor le operaron de peritonitis con siete años, lo pasé mal, y recuerdo que en aquellas noches de hospital pude leer La piel del tambor de Arturo Pérez Reverte. Pues bien, sin ser una novela excepcional, ni siquiera la mejor del cartagenero, para mí será una novela imborrable para siempre, puesto que la llevo asociada a esos días de verano en que ocurrió algo que nunca se me olvidará, por más que en sí mismo no sea más que una anécdota, y sus consecuencias, por suerte, fueron nulas.
Y sé, estoy seguro, que Oscurece en Edimburgo ya será imborrable para ella. Sólo me queda por esperar que las vivencias a las que se asocie el recuerdo de su lectura concluyan con un final feliz, pero eso ya es pedir, acaso, algo que no está en nuestra mano, aunque por pedir que no quede. Claro que si porque todo acabe bien, ella se olvida del libro, prefiero que no lo recuerde nunca.