Cómplices

Miércoles, 31 de agosto de 2011

Sentir las melodías de Mozart es reconciliarse con el fondo más puro del ser humano. Un río de pasión, vitalidad y alegría corre por su fina sensibilidad, aunque nunca esté exento de cierta melancolía.
Quizá no son sus músicas tan hondas como las de Bach, ni quizá sean tan complejas como las de Beethoven…Pero parece que ha bebido de los sentimientos más cercanos a cada uno de nosotros, los que todos compartimos y siempre es capaz de elevarlos hasta su máximo esplendor, sin por ello resultar artificioso o recargado.
Nunca es superficial, hay tal calidad y variedad de matices en cada compás que uno podría estar toda la vida escuchando sus piezas y, al mismo tiempo, descubriendo nuevos detalles, a poca atención que se ponga. No sólo se trata de la abundancia de su literatura, que también, sino de que, a pesar de la aparente sencillez de sus composiciones, uno –aunque sea un perfecto analfabeto en estas cuestiones- percibe detalles que en otras ocasiones se le han escapado, una y otra vez, una y otra vez.
Supongo que escuchar a Mozart y aprehenderlo llevaría una o dos vidas, como por otra parte sucedería con los otros dos compositores citados y con bastantes más.
Y me pregunto –casi siempre que oigo a cualquiera de ellos me lo pregunto-: ¿Si el ser humano es capaz de llegar hasta estas cimas de sensibilidad y de creatividad sublime, cómo es posible que ese mismo ser humano llegue a las horribles simas abisales de la depravación y el horror, de la muerte y el exterminio?
Quizá esté en nuestra esencia recorrer todo el espectro que nos lleva desde las estrellas hasta el vientre del infierno. Quizá sea esa contradicción tan brutal que convive en la especie (y en algunas ocasiones en los mismos individuos –y pienso ahora en los gustos artísticos y musicales de no pocos oficiales de la SS empezando por el mismísimo Hitler-) la que nos convierte en raza fascinante, atractiva y repulsiva. Se hace tan difícil comprender que las mismas sustancias combinadas e influenciadas de manera adecuada den como fruto a Mozart, Goethe, Beethoven, Virginia Wolf, Teresa de Jesús, Cervantes, Bach, Leonardo, Miguel Ángel, Mahler, Bruckner, Velazquez, Rodin, Fidias, Homero, Juan de la Cruz, Pessoa, Machado, o a Hitler, Stalin, Himler, Jack el Destripador, Franco, Mussolini, Ceaucescu… Y todo sin salir de Europa…
¿Qué diferencia a un artista o a un místico de un asesino en serie o un genocida? ¿Hay acaso un punto, como una encrucijada, en que la exacerbada sensibilidad puede llevar en una dirección o su opuesta? ¿O no tiene nada que ver lo uno con lo otro?
Quizá mi eterna mirada utópica me lleve a creer, a pesar de todo, que el proceso educativo tiene la respuesta. Hay una clave oculta en la formación de las personas que les conduce hacia el camino de la creación o hacia el de la destrucción.
¿O no es así y todo depende de algo similar a un juego de azar en el que se barajan las cartas de los genes, la influencia familiar, las actitudes personales, los rasgos psíquicos individuales, la cultura social, la formación personal y otras variables que influyen en mayor o menor grado y en función del resultado de esa mezcla puede brotar la música de Mozart o las leyes de la llamada Solución Final del Tercer Reich, es decir de Hitler?
Son preguntas inútiles de una noche de agosto, ya lindante en septiembre, pero que a lo mejor no son tan intrascendentes, por cuanto la humanidad –y más en tiempos de tan hondas crisis económicas- no está en absoluto libre de alguna mente poderosa y perturbada que sea capaz del mal absoluto, pudiendo haber buscado, quizá otros caminos.
Uno de los mayores monstruos genocidas de la historia, Adolf Hitler, durante varios años en su juventud pretendió entrar a formar parte del alumnado de la Escuela de Bellas Artes de Viena, y es famosa su reproducción de Blancanieves y los Siete Enanitos. Oto monstruo de la humanidad, José Stalin, escribió poesía en su juventud. Ambos, de niños, recibían palizas de sus padres. Ambos determinaron que llorar evidenciaba debilidad... Algo inquietante…
Sigue sonando Mozart en mis oídos, La Flauta Mágica, y sonrío, buscando el vuelo de un ángel detrás de alguna de sus notas. Y si fuera posible, me gustaría que el ángel llorase...