Cómplices

Domingo, 4 de septiembre de 2011


Nadie quiere ir a un hospital, salvo que se trabaje en uno de ellos o se vaya a festejar el nacimiento de un nuevo ser humano. No es el mejor lugar del mundo para nada, ni siquiera en las mejores condiciones posibles. Mucho menos aún si algún ser querido va a permanecer hospitalizado, aunque su estancia allí se produzca de la manera menos amedrentadora, como era nuestro caso: ingreso programado para una intervención menor que, de no ser por otra patología previa, supondría sólo unas pocas horas de permanencia entre sus muros.
Es decir que uno sabía que se trataban de unas cuarenta y ocho o cincuenta y tantas horas, con improbables posibilidades de alguna complicación, aunque ésta fuera menor.
Aún así, permanecer en un hospital deja el cuerpo y alma baldados, para el arrastre, como si se hubiera permanecido en algún lugar hostil o pernicioso. Será la saturación del propio ambiente, será algo de carácter psicológico, será que no se termina uno de acostumbrar a la enfermedad, y menos aún a la enfermedad que requiere hospitalización, será que hay demasiada carga de dolor en el ambiente, por más que nadie lo busque, por más que todo el mundo –y sobre todo los profesionales que se entregan a su tarea con pericia y abnegación- pretendan rebajar todo lo posible esa sensación de fatalidad, riesgo y precipicio que flota en el ambiente…
Tal y como estaba previsto y como todos deseábamos y esperábamos, cada paso fue el que tenía que ser y todo ha concluido como debía.
Aún así, o sea, que no había nada previo que indujera a ponerse en lo peor, ni en lo regular siquiera, ni ha sucedido nada durante estos días que haya hecho virar el rumbo del proceso hacia lo pronosticado, he abandonado el hospital las noches del jueves y del viernes, como si me hubieran sometido a una tortura psicológica, como si hubiera realizado un esfuerzo indecible que saturaba cada sentimiento con una suerte de pestilencia o de cansancio inexplicable, pero real, sobre todo mental, pero fundamentalmente anímico.
* * *
Ayer, mientras los camareros, por fin, se afanaban en el servicio de las viandas, uno contemplaba el largo comedor, y podía comprobar que prácticamente un siglo desfilaba ante sus ojos. Había representantes de las últimas diez décadas de nuestra historia, la verdadera, la que no deja huellas en los manuales o las enciclopedias, salvo, quizá, el eco de un dato estadístico, una migaja en una pirámide de población, apenas el borde mínimo de una gota de agua dentro del océano… Y, sin embargo, es la que a la hora de la verdad nos importa, porque es la que nos explica y la que nos otorga la conciencia de seres arraigados a un planeta en un tiempo determinado.
Al fondo, presidiendo el encuentro, como un pivote sólido e inamovible sobre el que giraba la razón de ser de la fiesta, la mesa de quienes son objeto de este homenaje que nació con vocación de permanencia, donde disfrutaban de este encuentro los verdaderos protagonistas, los hermanos y sus cónyuges que vinieron a este mundo en un rincón diminuto de Castilla, tan hermoso como una esmeralda perfumada en resina que se engarza al oro de una tierra seca y polvorienta. Alguno de ellos, de nuestros tíos, nació en la década de los veinte del siglo pasado, la mayoría en los cruelísimos años treinta y otros en la dureza hiriente de los cuarenta presididos por el hambre y las miserias. En el resto de mesas esparcidas por el comedor, el resto de décadas iban anotando su propia presencia en rostros y figuras conocidas y queridas, hasta llegar a esta mismo año en que una niña dormía su sueño de meses, quizá capturando para su subconsciente toda la potencia de un grupo de personas que nos hemos afiliado al partido de la vida desde el primer instante. En total más de sesenta existencias, cada una de ellas con su historia y su futuro y sus ilusiones, pero, a pesar de esas individualidades irrepetibles, todas unidas en uno de los pocos sentimientos patrióticos verdaderos, esos que a uno le impiden sentirse enfermo de soledad o abandono.
Se habla de banderas, de territorios, de himnos, y está bien y acaso sean necesarios; pero cada día que pasa, estoy más convencido que la verdadera patria tiene poco que ver con ello. Al igual que el verdadero paraíso es la infancia, la verdadera patria tiene que ver mucho más con la familia, el grupo familiar, los amigos y el idioma, es decir aquello que es más íntimo y sustancial, aquello que construye los afectos y el modo de expresarlos. El clan, aún antes que la tribu, fue la semilla de la organización social del ser humano, y su fragancia transita aún por nuestros genes. Todo lo demás que fluye a más distancia de este núcleo substancial–creo- siempre puede ser objeto de debate y cambios sin que por ello nuestra esencia se vea alterada en lo imprescindible.
Hablábamos de unas cosas y otras, pero las múltiples conversaciones estaban presididas o enmarcadas por una melodía común a todas ellas: el goce del reencuentro, anotado por el autor de la música como 'allegro ma non troppo'. Entretanto iba dándome cuenta que existe, repito, un denominador común en este grupo: la adhesión radical e innegociable por la vida. Hay veces que uno apuesta por determinadas opciones y no intuye que la más germinal, la primera e insustituible por más que haya otras que vengan a ocupar su corazón, es la del nacimiento, la del entorno más próximo que te acoge. De este acogimiento depende casi todo, y casi todo es lo demás, pero lo demás ya importa menos –y algunas cosas no importan nada-, pues esa primera opción siempre determinará las siguientes de modo inapelable, por muy inconsciente que fuera ese instante inicial.
Y a pesar de los pesares, y a pesar de cada matiz –cada persona somos un matiz irremplazable y necesario- en esta opción principal, veo el arraigo de la vida, la sensación de que todo, siempre, o casi siempre, es susceptible de percibirse como entintado en un sesgo de futuro; algo así como un pensamiento o una intuición de que nada, o casi nada, es definitivo, porque incluso quienes ya nunca podrán estar entre nosotros, plantaron en nuestra memoria la semilla de algún recuerdo entrañable, de algún gesto, de alguna decisión, de alguna entrega que nos hizo y nos hará beber siempre de la savia que transita por el tronco del gran árbol.
Las sombras existen como algo inevitable, pues ni en la hora del cenit solar se hacen completamente invisibles, pero esas sombras son sólo sombras. Aún incluso cuando el día amanece encapotado, con esa textura homogénea de una plancha de acero, o con esa solidez impenetrable de una superficie pavimentada en hormigón o asfalto, la luz consigue dar color a todo lo que su dedo toca y acaricia, tanto, que a la postre, nadie se fija en la sombra que proyecta el propio cuerpo. Son relativos los fracasos, las desilusiones, los malos entendidos, incluso los desencuentros, porque importa contemplar y sentir cómo el tiempo talla con sabiduría inimitable y con afán imparable el rostro querido de los nuestros. A eso algunos le dicen envejecer, y no mienten, pero nosotros le decimos vivir apasionadamente, y, quizá, mintamos menos.