Cómplices

Domingo, 18 de septiembre de 2011

Mi pesimismo o mi optimismo son estados de ánimo que me llegan de forma extraña. Es verdad, supongo, que dependen de acontecimientos externos, pero las más de las veces estas circunstancias, acrecen o decrecen según como esté uno por dentro.
En esta época de mi vida soy propenso al optimismo, ‘ma non troppo’, porque tampoco conviene exagerar. He llegado al convencimiento de que es más sano intentar guardar el equilibrio emocional, controlar de algún modo las buenas noticias o las buenas sensaciones que me podrían llevar a la euforia, y procurar hacer exactamente lo mismo con las malas, las que me llevarían a esa melancolía enfermiza que convierte cada paso de la existencia en un esfuerzo agónico.
O dicho de otro modo, procuro detenerme en los riesgos o trampas que pueden agazaparse en los hipotéticos éxitos o alegrías y, con mucha más atención si ello es posible, deseo descubrir las potencialidades o trampolines que tejen el envés de los fracasos o tristezas. En todo hay siempre –como mínimo- un haz y un envés.
Acabo de presenciar desde la televisión la victoria de la selección española de baloncesto en el Campeonato de Europa que se jugaba en Lituania. Ha sido un partido más tranquilo que otros, aunque los jugadores han sabido ganarlo con esfuerzo, solidaridad, concentración, paciencia y, obviamente, buen juego. A partir del once a doce en el marcador a favor de los franceses, España ha ido por delante en el resultado y poco a poco con el tesón propio de quien sabe que tiene poner todo el empeño para derrotar a un adversario que es muy bueno, ha mantenido una ventaja que nunca ha sido exagerada, pero tampoco excesivamente corta.
Algo así es a lo que me refería más arriba. Uno tiene que saber que no puede relajarse, que tiene que ser constante, tenaz y hacer lo que mejor sabe hacer, sin lamentos, pero sin excesivas confianzas, y también sin excesivos miedos.
Y el azar también tiene su parte en casi todas las cosas.
Como leí a Jorge Bucay, no hay que confundir entre azar y suerte. La suerte tiene otros componentes y la suerte se labra con paciencia y determinación; el azar sería un factor más de la suerte y se podría definir como aquello incontrolable, aquello que se sale de nuestra jurisdicción, es decir, de nuestra posibilidad de influir en un determinado acontecimiento. Por tanto, cuanto menos se deje al azar, más fácil es alcanzar la suerte, aunque casi en ninguna circunstancia exista la total garantía, el cien por cien de posibilidades.
Esto lo he experimentado en mi propia carne en varias ocasiones. La más clara de todas ellas sucedió durante el examen oral de las primeras oposiciones a las que concurrí optando a un puesto de funcionario en la Diputación de Segovia. En el temario de aquellas pruebas había un tema que no había podido localizar por ningún sitio –aunque no me esforcé en exceso por indagar, esa es la verdad- y que, casi en las vísperas, me llegó gracias a un familiar, pero que no estudié, salvo cuatro generalidades. Poco más que un esquema. Hice un cálculo de probabilidades y lo dejé estar.
Recuerdo que aquel examen consistía en que el tribunal extraía, como en un sorteo de lotería, una bolita o dos de las cinco bolsas de fieltro que estaban preparadas. En total, si la memoria no me falla siete bolas, es decir que de dos bolsas se extraían dos bolas. En apariencia puro azar, pero en la práctica, si yo estaba tranquilo, salvo un tema, cualquiera que saliera no representaría mayor dificultad… Salvo un tema: ahí sí había azar, pues mi omisión lo había convertido en actor de la trama…
Pues bien, es fácil adivinar qué número de tema salió en la parte correspondiente del temario…
Efectivamente, así fue.
En sí mismo, un tema entre siete no llega al quince por ciento, por tanto no es determinante. De hecho aprobé el ejercicio, pero quedé sin opciones –salvo debacle del otro compañero opositor en el posterior tercer y último ejercicio- para hacerme con la plaza. Y es que durante la hora de exposición de todos los temas, en mi cabeza lo que realmente funcionaba, aunque estuviese en segundo plano, era un sentimiento que oscilaba entre la lamentación por mi mala suerte, y la diatriba contra mi torpeza o vagancia por no haber revuelto Roma con Santiago para haberme hecho con ese tema y, a última hora, cuando lo tuve, no haberlo estudiado con más profundidad. Fue una lección que aprendí. Dejar algo al azar puede ser arriesgado, pues a veces se empeña en salir a escena. Un capricho.
Aún así, supongo, en muchas ocasiones es imposible no dejarse llevar, es imposible (y muy cansado) tenerlo todo controlado (y me refiero sólo a lo que está en nuestras manos, no respecto a lo que depende de otras voluntades).
Pero cuando uno actúa de ese modo, cuando sabe que todo lo que tenía que hacer y todo cuanto podía hacer está hecho, si el resultado no es el esperado, el fracaso no alcanza ese nombre. Es más fácil encajar el revés. Incluso es más fácil analizar lo sucedido e intentar ver si aún se ha podido hacer algo más para mejorar el resultado obtenido.
Creo que ese es el camino, aunque sea lento, largo y cansado.
Es verdad que algunas personas parece que todo les llega de cara, sin apenas mover un dedo. Pero es sólo apariencia. Para empezar, normalmente, es que tienen mejor aptitud para lo que hacen, son mejores en lo suyo que la mayoría y para continuar han sabido jugar sus cartas con mejor precisión. Suelen analizar mejor las consecuencias de lo que hacen y de lo que no hacen, y eligen con más precisión y acierto y, en muchos casos, además, cuentan con una intuición especial para saber en qué momento y en qué dirección han de dar el paso que corresponde.
Otras no lo tenemos. Así de simple. Pero no por ello estamos perdidos, simplemente tardamos más, nos cuesta más… El error y lo que se puede convertir en losa inamovible y por tanto en lápida que nos aplaste, está en no continuar, salvo que hayamos comprendido que nuestro esfuerzo no tiene sentido porque no servimos para lo que pretendemos. Pero persistir en ese error es la mejor manera de no haber hecho nada para reducir las opciones del azar. Pretender que alguien que no sepa solfeo escriba una sinfonía, es pedir que se produzca un milagro, y un milagro es la máxima expresión de la entrada del azar en el funcionamiento de las cosas, puesto que, como todo el mundo sabe, milagro es aquello que sucede contra el propio devenir de la naturaleza.
Me parece que alguien dijo o escribió que hay que esperar las cosas, como si supiéramos que no dependen de nuestra voluntad, sino de la de Dios, pero hay que actuar como si supiéramos que sólo dependen de nuestra tarea.
Hoy mismo escribe en El País Antonio Muñoz Molina sobre estos asuntos del éxito y el fracaso. Si he leído la información se debe a que Alena Collar ha dejado en Twitter el enlace, con recomendación para su lectura y ha dado la casualidad de que he entrado en Twitter justo antes de ponerme a escribir esta entrada.
El jienense habla de la fortuna, del azar, de cómo la suerte –la buena suerte- le influyó, y de qué manera, en que lleve treinta años publicando libros y escribiendo en los periódicos.
Tiene razón… y no la tiene.
En todo lo que cuenta el verdadero azar es que Gimferrer decidiera que aquella novela era buena y que aquel joven merecía ser más conocido. Visto así tiene razón. Pero no hay azar o suerte, en que Muñoz Molina escriba bien, no hay azar o suerte en que él se decidiera a entregar un ejemplar de su obra al poeta catalán, ya con mucha influencia en Seix Barral, si no me equivoco. Quizá visto desde la perspectiva de un joven escritor de provincias que está lejos incluso de ser valorado en su tierra, es una osadía acercarse a una figura de las letras nacionales y regalarle un libro suyo, digo que es una osadía, pero no es suerte. Pero ni siquiera, siendo objetivos, puede tildarse de osadía aquel gesto. Más bien de valentía y de convencimiento sobre sus posibilidades, confianza en su tarea, la consideración certera de que el no ya lo tenía asegurado, por tanto nada perdía con aquello. Cómo él mismo se pregunta, qué hubiera sido de él si no hubiera hecho aquello… Ya no lo sabemos, aunque quizá nada muy distinto. La calidad literaria del andaluz habría acabado por ser descubierta, aunque hubiera tardado más tiempo… O quizá no, quizá se hubiera quedado en un escritor local, desconocido para casi la totalidad del resto de seres humanos. Es absurdo hacer ese juego.