Cuando cuaja el dolor en tu mirada, una navaja recién afilada me traspasa. Faltan las palabras para explicar ese calambre dañino que me desarma.
Y no sé qué significado tienen los versos.
También desconozco el sentido de tantos datos, si no sirven como esponja que alivie el sufrimiento.
Debería tener las agallas y la determinación de los exploradores de antaño que se adentraban en cualquier territorio desconocido. Debería saber que el valor de las palabras es equivalente al bienestar que produzcan, siempre y cuando no lleven a la espalda una mochila de mentira o de hipocresía.
Te asomas a la ventana mientras la lluvia aniquila el bochorno, y siento que debería convertirme en orvallo que limpie y alivie tanta herida causada por una existencia cimentada en el horror desde la infancia.
Pero no sé licuarme. No sé desaparecerme para mullir el áspero pavimento por dónde transitas.
No cejaré en mi afán; aunque la victoria sea una quimera, mis manos buscarán –a pesar de su torpeza- el modo de desanudar el miedo, y hacerlo presa fácil del olvido. No aseguro el éxito, pero sí la dedicación.