Me he llevado hoy una gratísima sorpresa. Y es que cuando algo no se espera y sucede de esta manera, es como uno de los mejores regalos que se pueden recibir.
Acababa de regresar a la oficina, después del desayuno, cuando he entrado un momento en el correo electrónico, por ver si había algo urgente. Y allí, en la bandeja de entrada, estaba reposando el aviso de una entrada de Ana Joyanes en el blog de La Esfera Cultural. Hacía algún tiempo que Ana no publicaba, así que me he asomado a ver de qué se trataba. Y al entrar en el blog, me he encontrado con una reseña sobre Aquel sábado lluvioso que me ha emocionado desde la primera línea.
No estoy seguro –y se lo he dicho a ella cuando la he telefoneado- de merecer sus elogios, pero sí reconozco que, al menos, en mi intención estaba la mayoría de ideas que ella ha resaltado con una precisión aguda.
Pasado diez años desde su publicación, Aquel sábado lluvioso, me sigue trayendo sorpresas de este tipo de vez en cuando, y es que la vida de los libros tiene un discurrir bastante errático e incontrolable. Sabía, porque ella me lo había dicho, que lo estaba leyendo, pero lo que no me figuraba es que fuera a escribir las cosas que ha escrito.
Es un libro que, además de lo que se pueda decir de él, me marcó en el aspecto personal de un modo hondísimo. Escarbar o excavar en lo profundo de mi conciencia mientras lo escribía, me ayudó a profundizar en mi propia fe o, si se prefiere por situarnos en un territorio menos trascendente, en mi propia posición respecto del cristianismo.
Fue como un espaldarazo, el empujón definitivo, que me ayudó a tomar determinadas decisiones que venía madurando desde un tiempo atrás. Intentar adentrarme en el pensamiento del Nazareno a través de la escritura de la novela, me obligó a revisar buena parte del equipaje que desplazaba conmigo por la fuerza de la costumbre… De alguna manera fue como mudar la piel, en este caso hacia adentro.
No sé si hubiera llegado al mismo punto en el que ahora estoy en caso de no haberlo escrito; quizá sí, pero no lo hubiera hecho del mismo modo. Quizá estaría donde estoy por comodidad. Hoy me encuentro en el lugar que estoy convencido que es el mío, por más que en algunas ocasiones sea incómodo, pues a veces uno siente cierto ventarrón, cierto frío, las consecuencias de habitar en la intemperie.
Tiendo a pensar que en esta materia sólo sirve la decisión personal, más allá aún del posible error. Quiero decir que importa más la decisión que la hipotética equivocación. Quiero decir que es preferible el yerro si viene precedido de la honrada reflexión, que la verdad si ésta se asume sin participación consciente de la propia voluntad.
Así pues, no sé si estaré o no en lo cierto, lo que sí sé es que estoy donde he llegado, no donde me han traído, y eso es mucho más de lo que podía decir antes de escribirlo.
Algunas veces escribir una novela, no sólo es un ejercicio literario, un tiempo de documentación, un proceso de selección de materiales, una labor de otorgar verosimilitud a la trama, una tarea de inmersión en los corazones de los personajes, también supone pasar el esmeril por el propio corazón para pulimentarlo lo mejor posible e intentar limar sus impurezas. Y esto me sucedió con este libro. No es que haya concluido ese proceso. Diría que estoy lejísimos de cualquier meta, pero sé positivamente que sin Aquel sábado lluvioso no sería quien soy. Y no digo que sea mejor, sino que sería diferente.