Cómplices

Jueves, 15 de septiembre de 2011


Tengo una impresión rara que me acecha. Algo parecido a una desazón indefinida. Podría decir que cada día entiendo un poco menos el mundo en el que vivo, o mejor dicho, a medida que lo entiendo un poquito mejor, me gusta menos lo que voy comprendiendo y me ubico en posiciones más sombrías. Y sin embargo, también percibo lo contrario, a saber, que a pesar de todas esas zonas umbrosas y frías, la luz acabará por vencer, porque al mismo tiempo que el desasosiego que nos invade, al mismo tiempo que acechan las fieras nunca satisfechas, brotan gestos y acciones que nos ayudan a avanzar.
Sé que no me estoy explicando, pero a lo mejor se me entiende. A lo mejor esas palabras –vagas a propósito- se rellenan de hechos concretos que cada uno puede situar como su cimiento.
Quizá el problema, el verdadero problema, radique en la propia esencia del modo en que se es humano. Es decir, aquello que nos diferencia del resto de vivientes.
La rosa no sabe que lo es. El cardo no se considera agresivo. Un castaño de indias en otoño no se ubica en el territorio de la melancolía. El cuervo no considera especialmente repulsivo su plumaje o ese graznido que emite su garganta. La urraca –por cierto cada vez más imbricadas en el territorio urbano, cada vez con comportamientos más similares a los de las palomas, por ejemplo- no se cuestiona nada de lo que hace. Un león no siente remordimientos por segar el cuello de la cría de una gacela que ha quedado –quizá por una distracción, o por una enfermedad- a tiro de su dentellada. A un bebé de meses no le importa chillar, llorar, patalear cuando algo le duele, cuando tiene hambre…Creo que los ejemplos podrían ser infinitos.
Excepto los seres humanos, ningún viviente del planeta se cuestiona sus actos ni reflexiona sobre ellos ni los juzga ni pretende modificarlos –salvo que de modo automático actúe para salvar su propia vida o la de su camada-. Actúan, o no. Simplemente. Están, o no. Se limitan a comportarse del modo en que su propio instinto grabado a fuego en su mapa genético les indica. Algunos científicos, a lo que más han llegado, tras estudiar algunas especies –por ejemplo los elefantes o algunos simios-, es a teorizar sobre ciertos sentimientos de carácter grupal o tribal que sirven para cohesionar el grupo y procurar su supervivencia. Poco más.
La existencia humana, sin embargo, se complica y se llena de recovecos casi inextricables. Quizá no convenga cargar las tintas sobre un sentimiento muy pesimista, pero algunas veces esto se hace muy difícil. Es probable que todo sea fruto de un proceso lógico que nace de puros pasos consecuentes al poner en marcha el funcionamiento de nuestro cerebro, cuyas funciones son diferentes respecto del resto de las especies. Es nuestro cerebro el arma más poderosa de adaptación al medio, de ahí que el ser humano sea capaz de sobrevivir en casi todos los hábitats del planeta, incluso en los más hostiles. El pensamiento lógico, el razonamiento deductivo, la intuición y la memoria son herramientas de más largo alcance que otros procesos.
Pero en algunas ocasiones tengo la impresión de que se han traspasado fronteras difícilmente justificables. Da la impresión que casi todos los actos humanos tienen como único objetivo el dinero. Tener más dinero, sólo tener más dinero. Nada ni nadie es capaz de frenar esta vertiginosa carrera hacia el dinero. Pero no se trata de tener más dinero mejor repartido, sino de atesorar cada vez más cada uno, sin importar mucho lo que el vecino tenga o deje de tener.
Leí o escuché a alguien –creo que fue ayer- que la fábrica Porsche de coches deportivos de lujo ha vivido su mejor mes de agosto de toda su historia. En un momento en que la crisis parece la palabra de moda, el único tema de conversación posible –después del tiempo-, esta firma ha vendido más coches de lujo que nunca.
Supongo que será poco menos que un botón de muestra, pero me parece una información significativa y para congelar el ánimo.
¿Dónde están –o es que no existen- los estadistas que puedan hacer ver que la distancia económica entre congéneres que se está produciendo en buena parte de nuestras sociedades, nos puede llevar a una fractura peligrosísima? ¿En qué momento de la historia la idea del individualismo salvaje ocupó la mente de quienes controlan los resortes de la humanidad?
Ya sé que son preguntas o ideas simplonas, quizá demagógicas, carentes de rigor científico, pero la lectura de un periódico o la escucha de un noticiario radiofónico me llevan a estas conclusiones. Parece que estamos reculando a marchas forzadas décadas de la historia humana. El gran capital ha decidido ser más grande allá donde los derechos humanos (entre ellos incluyo los laborales) son más frágiles. Su único objetivo es crecer, sin más. La ecuación es lógica, lógica perversa si se quiere, pero lógica: si en alguna parte del mundo tengo que pagar menos por producir más, allá voy. Y no importa que pagar menos implique pagar a menores que deberían estar en escuelas o institutos; ni importa pagar por turnos de diez o doce horas de trabajo siete días a la semana. Encima tendrán que darme las gracias, por haber llevado hasta allí una fábrica que ayude a que las pobres gentes no se mueran de hambre. Entre tanto, nosotros compramos a mitad de precio y ellos ganan el triple…
Pero detrás de ese crecimiento cancerígeno, la primera consecuencia es la destrucción o debilitamiento de algunos derechos logrados en esta parte del mundo a base de mucho dolor, sacrificio y sangre. Hoy en día empieza a ser muchísimo más importante –casi lo único importante- tener un trabajo. Las condiciones en que se preste importan cada vez menos, o no importan nada.
Nosotros nos hemos limitado a quejarnos. Nadie se ha atrevido –o no se sabe que se hayan atrevido- a exportar estas conquistas a otros territorios y otras civilizaciones. Hemos cerrado los ojos demasiadas veces. En el fondo nos hemos comportado como los poderosos. Y quizá la consecuencia, en forma de bumerang inapelable, esté llegando a nuestros territorios. Cuando se hayan cercenado del todo los derechos laborales, caerán los demás derechos. Es algo evidente. No hacen falta sesudos análisis para llegar a tales conclusiones.
A este paso la verdadera novela de ciencia ficción será escribir para que el futuro lo conozca (si es que alguien del futuro supiera leer), cómo vivió Europa, América del Norte, Australia, Japón, etcétera, desde los años sesenta del siglo pasado hasta ahora. Como sigamos a este paso, dentro de un par de décadas esa forma de vida será increíble para las nuevas generaciones… Ya digo, pura ciencia ficción.