Cómplices

Miércoles, 14 de septiembre de 2011

Sólo en el silencio sé buscar el modo de escuchar los sonidos de la vida. Muchas veces me equivoco y no soy capaz de trasladar lo que verdaderamente importa, pero aún en medio de mi confusión, estoy seguro que no he tenido excesivas interferencias.
Escribía Ana Magdalena Bach, la segunda esposa del grandísimo músico, en su libro La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach que su marido era capaz de componer en medio del alboroto de la sala de estar de su casa, rodeado de todos sus hijos, que no eran precisamente pocos.
Ella lo decía así…
“Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba unos momentos horribles cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados a nuestras ocupaciones y sin embargo, presentía que estaba solo por encima de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. (…). Los grandes son siempre solitarios, por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.”
No es que me sepa de memoria esta cita, ni siquiera es que haya tenido que ir muy lejos para encontrarla. La usé en su día, hace ya muchos años, como cita que encabeza el inicio de mi libro de poemas Eterna luz sonora. Y es que cuando leí estas frases, es cuando comprobé de modo sencillo hasta dónde era de inalcanzable para el resto de los seres humanos el arte de este genio, quien sin embargo, como ha destacado en uno de sus últimos textos Batania, no tenía en poco componer para la misa del domingo, de cada domingo…
Obviamente si traigo aquí y ahora esta texto no es para intentar comparar mi valía con la suya. No, no es esa la intención. Lo que siempre me ha llamado la atención de este párrafo es la primera frase: “Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte que, a veces yo tenía la sensación de que no nos veía, ni nos oía, como si no existiéramos, aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad”. No necesitaba nada muy especial para que su obra avanzara pentagrama a pentagrama. No es el único artista que ha sido capaz de esto. Recuerdo, por ejemplo lo que de él mismo decía Pepe Hierro al afirmar que él siempre escribía en la misma mesa de la misma cafetería, por la mañana, bien metido en todo el traqueteo de su calle.
Y me dan envidia, porque soy incapaz de ese aislamiento en medio del bullicio. En cuanto a mi alrededor hay el más pequeño de los ruidos o conversación, mis ideas (si es que tengo alguna) se esfuman, desaparecen, como si se recogieran…
Por ello necesito del silencio. Y en su defecto una melodía que sea capaz de aislarme del resto, una melodía que permita que las ideas, si es que existen reaparezcan e incluso crezcan, hasta materializarse…
Pero en muchas ocasiones, el ruido nace y se genera en el propio interior. Es como si en vez de ideas, fueran distracciones generadas en mi propio interior. Me disperso, casi me licuo. En estos casos, la disciplina se tiene que hacer férrea, casi como si tuviera que tirar de la cincha para que el freno dañe la lengua del caballo y le obligue a lo que el jinete quiere. Como si me convirtiera en un sargento de semana de mí mismo. Entonces la tarea se hace dura. Gasto excesivas energías en domeñar mi dispersión, en ir cerrando cerrojos para que esas criaturas traviesas no me disturben y cuando lo he conseguido, cuando he llegado a ese instante en que todo en mi interior ha quedado dispuesto para sólo centrarme en lo que deseo…, llega el vacío, la nada. Rebusco en los rincones como si hubiera perdido un anillo valioso, casi como hacen los buscadores de pepitas de oro, o mejor, como si espulgara de piedrecillas las lentejas esparcidas sobre la mesa. Una palabra, un pensamiento, algo que sirva de espoleta, algo por lo que empezar…
Aire. Silencio. Oscuridad.
Mejor fumarse un cigarrillo y esperar…
Pero tengo la impresión de que libro batallas un tanto inútiles y que sólo sirven para desgastarme, cansarme y, algunas veces, justificarme.