Cómplices

Jueves, 8 de septiembre de 2011

En Tenerife todo va bien, muy bien, según me cuentan unos y otros. A estas horas la exposición ya está montada en Los Cristianos, y me dice mi hermano que ha quedado bien.
Justo en ese momento, cuando iba a escribir sobre el asunto, me ha llegado vía mail una fotografía en la que seis personas (seis mujeres para ser precisos) sonríen ante una mesa y un mantel, dispuestas a comenzar la cena.
En momentos especiales, la magia se escribe con una sonrisa. Que el motivo de este encuentro sea ver –otra vez, como hace casi un año sucedió en Segovia- la pintura de Mariano es un orgullo para mí. Y que este reencuentro se produzca en Tenerife, es una bendición. Él y su familia no están en ese restaurante. Él y su familia, según me ha contado, pasean por Los Cristianos –a estas horas ya habrán regresado al hogar que les acoge-. Él es ajeno aún a esta explosión de sonrisas por el reencuentro. Él aún no sabe que se debe a su pincel que todo esto se haya producido. Que su pintura haya enamorado a algunas personas es lo habitual, y quien allí lo descubra ahora, también quedará hechizado por esa sensibilidad especial de su arte; sin embargo, que una de las enamoradas por su obra no se haya conformado con comprar algunos de sus cuadros, sino que se haya empeñado desde hace más de año y medio en organizar una exposición con sus tablas y lienzos allá, en Tenerife y que lo haya conseguido, no es tan normal. En su caso ha sucedido. Su obra lo merece. Tanto Beatriz –la instigadora de todo el asunto- como yo mismo, confiamos en que estas tres semanas tinerfeñas sean un punto de inflexión en la carrera de mi hermano. Se lo merece él, y nos lo merecemos nosotros como espectadores y potenciales receptores de ese arte que atesora. A lo mejor pecamos de ingenuos, a lo mejor somos unos ilusos, a lo mejor nos enceguecen los afectos; pero tengo este convencimiento. Y ella más que yo aún.
Nosotros, el común de los mortales, necesitamos que los artistas, que los buenos artistas sigan en la brecha y continúen ofreciéndonos su obra para nuestro disfrute y para nuestra reflexión. Por eso es necesario que continúen con su trabajo, sin que otras distracciones les impidan avanzar en su laboreo tenaz. Porque cuando un artista lo es de verdad, no se detiene en un punto del camino ni se repite una y otra vez, sino que, como el tiempo va dejando huella de su paso en el rostro, así en la obra se percibe la evolución. Como a pesar del transcurrir de los años, reconocemos una cara familiar, del mismo modo el estilo será siempre inconfundible, pero, a la vez, habrá un proceso, una evolución, una señal de constante introspección, de nuevos retos, de proyectos diferentes, de eterno inconformismo.
No es que el mundo vaya a cambiar por un centenar o un millar de cuadros, o de melodías o de poemas, pero si ellos faltaran para muchos de nosotros esta esfera de sílice y oxígeno que se mueve alrededor del sol, este minúsculo pedacito de universo, sería aún más inhabitable de lo que habitualmente es. Siempre se ha hablado y debatido mucho sobre la misión del arte. Pero normalmente estas teorías han sido ajenas a los propios creadores. Quien pinta, esculpe, escribe (novelas, poemas, obras de teatro música…), rara vez se plantea estas cuestiones. No tiene tiempo. Simplemente, movido por una fuerza insuperable –a la que de modo habitual tampoco se opone-, materializa o ejecuta las ideas que van surgiendo desde su interior. Se limita a cumplir con esa tarea que considera inaplazable. Lo otro, esas disquisiciones corresponden a otros: críticos, filósofos, pensadores, especialistas.
Y uno, al abrigo de estas dos ideas –la amistad, el arte- confirma por enésima vez que lo inmaterial es lo que verdaderamente importa, lo que de verdad hace posible que la vida sea un poco más llevadera, incluso llevadera, sin más.
En estos días, en estos meses, cuando accedo a la información a través de cualquiera de sus múltiples canales tengo la tentación de gritar con desesperación. No hay nada o casi nada que nos empuje, no ya al buen humor, ni siquiera a una sonrisa. Todo se vuelve complicado, fatigoso, farragoso, peligroso. Cada día que pasa no puedo evitar la sensación de que alguien nos conduce hacia algún precipicio. Más aún que de la parábola del evangelio, se me aparece con demasiada frecuencia la imagen del lienzo de Pieter Brueghel que convierte en seres humanos la frase del evangelio de san Mateo: “Dejadlos, son ciegos que guían a ciegos y si un ciego guía a otro, los dos caerán en un pozo”.
Por suerte aún nos queda la esperanza, de la que sólo somos dueños los humanos, como vengo diciendo en estos días. De la esperanza no son dueños los sistemas ni los mercados ni los políticos ni los banqueros, por más que lo intenten, por más que muchos también hayan caído en esa trampa falaz. Pero sin el horizonte que nos abre el amor, la amistad o el arte –y para quien sea creyente, también la religión-, es muy difícil, casi imposible encontrar esa luz de la esperanza que evita males mayores.
Y hoy, a estas horas, en Tenerife, la esperanza tiene que ser mayor que en otras partes del mundo, porque la amistad y el arte cenan en la encarnadura de siete de mis amigos, siete personas especialísimas.