No, no es que triste, ni mucho menos. Se podría decir, incluso, lo contrario; pero tampoco sería real, o no sería real del todo.
(Los matices: territorio para la confusión y la belleza).
Digo esto porque sucede, me sucede, que tengo la sensación de no estar haciendo lo que debiera. A lo mejor es casi nunca lo hago. O es que, efectivamente, necesito de un teletransportador. ¿Y quién no lo necesita?
El problema verdadero tampoco es ése, sino el silencio que se cernió sobre las verdaderas razones para no estar donde debiera estar. Siempre pasa lo mismo.
Uno se queda en el olor pestífero que penetra y cruza la ventana, e incluso lo maldice con todas sus fuerzas, pero no es capaz de buscar qué ha causado tal hedor. Si se trata de algo temporal, fugaz como el humo originado por una barbacoa intempestiva, anacrónica, ese humo removido por una brisa cuya dirección es la menos adecuada (para nuestra pituitaria, se entiende); en este caso con guiñar durante unos minutos los ojos de las ventanas será más que suficiente. Pero si la razón tiene que ver con la mala construcción de una tubería de aguas fecales, por ejemplo, o con la presencia de una fábrica de sulfatos, entonces, quizá, ni tapiando esas miradas de la casa sería suficiente para aliviar el vía crucis cotidiano, por más que gastemos fortunas en perfumes y ambientadores para el hogar.
Pero no siempre se puede uno cambiar de casa –y menos en estos tiempos- y menos aún cuando, además, la casa se acomoda perfectamente a nuestras necesidades.
Luego suena el teléfono, y al otro lado una voz que te inunda más aún en esa sensación primera. Y te das cuenta que existe una comunión especial que la distancia no rompe.
Pero aquí sigo, bañándome en el último sol de verano que, al despedirse, más que ruborizarse, parece haber sembrado de lirios el cielo.