Se nota la proximidad del final de este irregular verano en que la temperatura es como uno de esas atracciones de feria que tan pronto acarician las nubes o su rastro, como besan la tierra o la leve polvareda que se esparce tras unos pasos presurosos. Aún, en estos días, mientras amanece y nuestros pasos se dirigen a la monotonía que nos alimenta, nos resistimos a abrigar los torsos con prendas que horas más tarde, de regreso, habremos de llevar en las manos o sobre los hombros, como si lleváramos un pesado fardo. Pero ya falta poco, para que ocurra lo contrario y que esas rebecas, chaquetas, jerseys, cazadoras… nos ayuden a estar más cómodos por la calle… Y sabremos, entonces, que este verano será ya, solamente, una fotografía que se irá desvaneciendo en la memoria.
Mientras llegan –y que aún tarden- esas jornadas, se puede disfrutar de horas de calor, de sol, de paseo, de ese leve ejercicio que acaba por recubrir la piel de una leve película de sudor. Pero, sobre todo, uno puede atesorar con avaricia la luz y guardarla bien dentro, para poder usarla en esos otros días en que haya una especie de eclipse total que todo lo oscurezca. Aprehender casi con gula cada matiz de los colores, mientras nos sonríen.
Por otra parte son estos días del principio de septiembre, jornadas turbias, confusas, como si hubieran decidido amedrentarnos. Casi da reparo abrir los periódicos, enchufar la radio, conectar la televisión a la hora de los informativos. Nos acechan un cúmulo de amenazas, pero aún nos quedan las manos y la esperanza. Aún nos resta la fuerza de la vida.
Son tiempos difíciles, pero los humanos somos dueños de la esperanza, y no se debe olvidar que el futuro es de quien resiste.