Cómplices

Sábado, 10 de septiembre de 2011

Se acerca el veintitrés de septiembre, y si nada se tuerce, que no tiene por qué, a estas horas estaré celebrando con los amigos aragoneses el éxito de la presentación de su nuevo libro, y estaré esperando con cierta impaciencia el turno para la presentación, al día siguiente, de Oscurece en Edimburgo y estaré repasando mentalmente el tono que debe tener mi lectura de los dos relatos que voy a presentar en el recital de la tarde. Emociona y apasiona ser portador de proyectos que, además de una meta, son también un trampolín, o la ingesta de una abundante dosis de vitaminas.
Uno tiene clara conciencia de jugar en Tercera División (de jugar, no de competir), pero está bien creerse, al menos una vez al año, que ha ascendido de golpe algunas categorías. De vez en cuando los espejismos también ayudan a continuar en la tarea. Uno se codea con otras y otros escritores y, después de admitir con deportividad sus múltiples limitaciones, observa e intenta convertir su mente en esponja que absorba todo aquello que los demás tienen que mostrarle. Aunque muchas de tales virtudes o hallazgos se pierden, siempre queda algo, siempre se encuentra una vereda que explorar, o aparece una antorcha que muestra un camino que podría explorarse.
Y todo esto, además, me empuja a exigirme mayor disciplina en la tarea lectora, que, por más que no se diga suficientes veces, es la mejor de las escuelas y la más pura de las fuentes en las que uno ha de beber, siempre y cuando acierte con la elección, pero eso tampoco es complicado, porque algunos de los clásicos más imprescindibles –incluso los más contemporáneos- están ahí, detrás de mí, a pocos metros siempre a la espera, aguardando con infinita paciencia a que me decida a extender la mano, abrir sus páginas y zambullir mi mirada en sus latidos..
* * *
El moscardón continúa –ya lleva al menos tres horas- percutiendo contra la ventana. Busca la luz, la salida al aire libre, y percibe la claridad, pero cada vez que se lanza contra ella se topa contra esa invisible muralla que le separa de su objetivo.
Un par de veces le he abierto una hoja de la ventana y la puerta que da a la pequeña terraza, pero en ese momento desiste, huye en dirección contraria. A lo mejor el aire que sopla hacia adentro lo asusta más, o la temperatura caldosa de ese vientecillo hace que dude.
Y así estamos el moscardón y yo, pasando la tarde, este trozo de tarde que me resta hasta la hora del partido, buscando la manera de zambullirnos en el río de la luz.