Cómplices

Domingo, 9 de octubre de 2011

Una de mis librerías ha cambiado de local. Mantiene su ubicación en la calle Real, en realidad ha descendido unos pocos metros, quince o veinte. Ayer por la tarde entré para preguntar por algún libro de Tomas Tranströmer, entre otras cosas porque Entre libros, que así se llama la librería, es la que más pomarios nos acerca a los segovianos, tanto en este local como en su matriz, la que lleva quince años en la calle José Zorrilla.
(¿Por qué hay librerías en Segovia que no tienen ni un solo libro de poesía…? Ya, ya sé la respuesta; pero barrunto que no es precisa. En esta caso se podría formular una pregunta recurrente: ¿No se compra poesía porque no interesa, o no interesa porque no se vende y no se expone al público? Pero no soy nadie para sugerir cómo se debe llevar un negocio.).
Este nuevo local mantiene la estructura levemente laberíntica de las casas antiguas, que más bien parecen cauces de río que labran su espacio natural luchando a brazo partido contra la diferente dureza de las rocas de su entorno, o mejor aún, jardín asilvestrado donde árboles y arbustos crecen sin alineación precisa. A diferencia de muchas otras, ésta es amplia, amplísima, y permite al comprador sentirse un poco explorador.
A veces, como ayer mismo, voy a la librería, a ésta o las otras cuatro cinco que frecuento en esta ciudad, a tiro fijo. En tal caso pregunto directamente; pero no es lo habitual. Lo normal es que entre en la librería para curiosear, por sentir la presencia de los libros, por ver si alguno ha decidido que lo llame y me lo traiga a casa. Quizá por ello me guste Entre libros, cualquiera de sus dos locales.
Es increíble cómo puede cambiar el mensaje que transmite un comercio sólo con la modificación de su continente. El contenido es el mismo, pero este espacio con recovecos, diferentes anchuras, incluso diferente pavimento, ayuda a adentrarse en cierta atmósfera literaria, donde –como todo el mundo ya sabe a estas alturas-, es tan importante, sino más, el modo en que se dice que lo que de hecho se esté diciendo.
En el anchuroso espacio que Entre libros ha abandonado hace apenas una semana, todo era diáfano y amplio, es cierto, pero su estructura era más sencilla: dos rectángulos que formaban una especie de L. Aquí la fantasía se ve animada a salir de paseo empujada por la cambiante geometría del local (incluyendo las diferentes alturas enlazadas por algunos escalones), que debió ser en tiempos parte de la planta baja del edificio, y más adelante comercio con trastienda y almacén.
Uno, mientras cazcalea por la zona antigua de la ciudad, está flanqueado por fachadas de edificios que se muestran en equilibradas geometrías. Se pueden diferenciar sin posibilidad de yerro cada uno de los edificios, sin embargo cuando se adentra en su interior, ya nada es lo que parecía desde el exterior. Supongo que ocurrirá en todas las zonas vetustas de las ciudades, sobre todo si no han sido sometidas a intervenciones quirúrgicas de hondo calado. Las construcciones están enlazadas unas con otras de un modo misterioso, casi como si fueran seres vivos con sus propios caprichos y preferencias. Muros que han perdido parte de su pared para convertirse en pasillo que une (como un túnel secreto) a una casa con otra, escaleras, casi inadmisibles por su estrechez y su inclinación, que agrandan la geografía de una vivienda, no a lo ancho o a lo largo, sino a lo alto, convirtiendo en dúplex pisos que nunca se concibieron de este modo, patios que se cierran para que nazca un depósito indispensable para un negocio, portales divididos donde florece un mechinal minúsculo que sirve para poner un estanco o un despacho de lotería, o, por el contrario, amplios locales que han desplazado la anchura natural de la entrada a la vivienda, reduciéndola a una angosta puerta que abre el paso a un no menos angosto corredor que desemboca en unas viejas escaleras, tan espaciosas como la pernera de un pantalón… Toda esta intrincada geografía, aunque con las normas y costumbres actuales sea una perversión, regala a la imaginación y a la vista muchas posibilidades, permite huir de la uniformidad de esta época que nos ha tocado vivir.
Hay razones elementales que hoy en día impiden semejante anarquía, pero tanto racionalismo, en cierto sentido, no es más humano que esta supuesta arbitrariedad. Sería apasionante poder seguir la biografía de estas casas, porque en esta búsqueda aparecerían varias novelas que aún no se han escrito. Algunas de estas edificaciones, probablemente, tengan su traza en planta en el siglo XIII ó XIV –no sé por qué no me atrevo a ir más atrás, si Antonio Ruiz, por ejemplo, cuando habla del urbanismo de Segovia se desplaza al siglo XI-. Sé que es imposible distinguir los avatares de estos edificios, pero sería apasionante comprobar cómo han evolucionado, cómo conquistas, expulsiones, mestas, inquisiciones, pestes, guerras, incendios, muertes, matrimonios, compras, herencias, condenas, emigraciones, prebendas, hipotecas..., qué sé yo, han contribuido a compras, traspasos, arrendamientos, alquileres, usufructos, reparaciones, derribos, reconstrucciones…
Al menos, aún me queda la fantasía al entrar en alguno de ellos, y porfiar con el silencio, por ver si me llega la sombra de algún eco de las palabras de sus antiguos moradores, o si, en su defecto, compro el último libro de Luis Mateo Díez, Pájaro sin vuelo, y me adentro en su lectura.
Porque, como sucede muchas veces, uno va en busca de algo, y se encuentra otra cosa. El libro del Nóbel está en la calle José Zorrilla, pero las alas de este pájaro se posaron en mi hombro, nada más entrar en la librería…, porque los libros llaman, vaya si llaman.
¿Por qué -pensé- desde que escribí mi último poemario, Los andamios de los pájaros, hay tantos libros que llevan en su título la palabra pájaro...?