Acunaba el brazo del ocaso al ciruelo rojo y a la acacia. Ese rayo ancho vestía de magia las hojas del otoño, convirtiéndolas en brasas verdes y púrpuras, y creaba una campana de luz en la que apetecía entrar, para bebérsela con los ojos, con los dedos; respirarla hasta convertirme en un trasunto de cerezo, acacia y luz…
Acababa de comprarme Deshielo al mediodía de Tomas Tranströmer, y me acercaba al Botánico por la parte superior, con la idea de descenderlo para, al llegar al otro extremo, frente a la fuente que mi hermano diseñó, leer algunos poemas, si acaso ojearlo, dejar espolvorearme por los versos del poeta sueco.
Pero la tarde me esperaba con otra sorpresa guardada en ese momento de luz declinante, casi desmayada... deliquio azul.
Ha sido una conversación fascinante con alguien que debía contármela, quizá porque le hacía falta hacerlo, pero me parece que, en el fondo, era a mí a quien le hacía falta escuchar sus palabras. Aunque sólo unos minutos antes, ni él ni yo lo sabíamos.
Transcribir aquí lo que me ha desmenuzado sería imposible o, mejor dicho, inútil, pues, por más que pretendiera reproducir con total fidelidad sus palabras, no sería capaz de hacer lo mismo con la emoción con que iba vistiéndolas su tono de voz, su mirada –tan redonda, tan intensa, tan limpia-, el gesto de su rostro.
Decir que hemos hablado de muerte, duelo, sufrimiento, desesperación, angustia, soledad y, al mismo tiempo, de amor, ternura, comprensión, complicidad, purificación, plenitud…, sería decir la verdad, pero sería dejar a medias el contenido de la conversación. Más bien un monólogo en el que me inmiscuía algunas veces para rubricar, completar, asentir, preguntar. En realidad durante este tiempo he sido bebedor de palabras, almacenista de ideas, quién sabe para qué algún día.
Desde el principio, toda la charla me ha traído a la cabeza a Gorrión de invierno, ese mamotreto de novela que escribí hace unos años. Aunque en mi ficción es el marido quien enferma y muere, la esencia –por así decir- de las cosas que me ha ido contando eran idénticas en muchos aspectos. No me refiero a la peripecia –aunque incluso en esto hay detalles que concuerdan-, sino a lo hondo a esa corriente que recorriendo mi novela, también ha recorrido la vida de una pareja a la que conocíamos o saludábamos desde hace años, y a la que siempre me ha unido una especialísima sensación de camaradería.
Ha habido varias razones que me han frenado a la hora de intentar poner en circulación este texto. En primer lugar su extensión. ¿Quién se atreverá a editar tantas páginas de un desconocido? Pero casi más que esto, me ha frenado la idea de que mi relato es demasiado elemental, demasiado poco novelesco, por decirlo de un modo que supongo se entenderá. La peripecia es tan anodina que me parecía algo blanda, como si le faltara algo de horror o sangre o enfrentamiento o dramatismo…
Y no, creo que no. Es decir, creo que sí, que es así, pero es que la mayoría de las existencias se mueven en esos parámetros de normalidad, de ausencia de trances novelescos, puesto que la novela está justo en esa cotidianidad, en esa ausencia de desmesura, en afrontar lo que cada día trae con las armas de la rutina. No hay mayor novela que unirse en la batalla, de antemano perdida, contra la muerte. El enemigo es invencible –antes o después seremos derrotados, supongo que eso nadie lo pone en duda-, pero, aún así, embrazamos nuestro escudo, empuñamos nuestra espada o maza o lanza, espoleamos nuestro caballo o nuestro jumento, y vamos decididos al campo de batalla, en desigual y feroz encuentro. En ese galope –más corto o más largo, más veloz o más lento-, y en el modo en que batallemos anida la narración.
A veces la estrategia consiste en purificar el amor en las brasas del sufrimiento y la agonía; pero esto no vende, ni importa, quizá no interese, y dentro de esta sociedad en que vivimos, menos aún; pero aunque sea poco verosímil atañéndonos a los modelos que la industria televisiva, cinematográfica y literaria nos plantean, en la vida real uno se encuentra con hombres de carne y hueso que dentro de la tragedia, en el fragor de esa batalla perdida desde el día en que nacemos –no se puede olvidar que la muerte es un acontecimiento reservado solamente a los vivos-, toman como estrategia luchar contra la parca uniéndose más, eliminando toda la broza que el camino de los años ha depositado en la existencia, buscando la esencia de aquello que un día los unió. Y entonces, en la entraña del sufrimiento irrevocable y sangrante, surge más robustecido y puro el amor, pues surge la esencia. Es verdad que la tragedia –no por repetida tantas veces desde el principio de la historia, deja de ser una tragedia- no amaina su intensidad, ni, mucho menos, varía el destino del moribundo; pero no es lo mismo afrontar ese final inevitable desde la desesperación que desde la entrega.
Y sé que parece todo romántico, incluso empalagoso según lo que uno se imagine, pero no es lo uno, ni es lo otro. Es la emoción más honda y verdadera, por tanto la emoción que más nos edifica como seres humanos.
Ya con las primeras sombras de la noche acercándose sin pausa, con el sol camino de sus aposentos nocturnos, en ese instante en que la tarde no es noche, pero el sol ha apagado sus bombillas, nos hemos despedido.
A mi lado tengo, entre otros cuatro, el libro que me acabo de comprar lo voy a abrir al azar, y transcribiré los versos con los que mis ojos se topen. Supongo que algo sucederá:
IV
Desentierran la ciudad. Ahora hay silencio.
Bajo los álamos del cementerio:
una excavadora vacía. La pala sobre la tierra
-el gesto de quien se ha dormido a la mesa
con el puño frente a sí. –Sonido de campanas.
Bajo los álamos del cementerio:
una excavadora vacía. La pala sobre la tierra
-el gesto de quien se ha dormido a la mesa
con el puño frente a sí. –Sonido de campanas.
(Fragmento del poema Guardia Nocturna de
Tomas Tranströmer. Editorial Nórdica, página. 112)
Tomas Tranströmer. Editorial Nórdica, página. 112)
Y ahora supongo que nadie me creerá, y todos pensarán que he estado buscando ansiosamente.