¿La felicidad tiene cabida en la literatura?
Esta pregunta me ronronea desde hace unos días.
A veces pienso que los temas o las ideas flotan en el ambiente y se transmiten, como los sonidos, a través de una determinada frecuencia; algo así como la diferente longitud de onda de los colores o de los sonidos. Quizá sea ésta una manera de explicar por qué ciertos asuntos, de pronto, forman parte de los pensamientos de varios autores.
Hace unos días, a colación de uno de los poemas que edité en Pavesas y cenizas, Mercedes Pinto me hizo esta pregunta. Hoy ha salido la cuestión en el programa Conv3rsando de Paloma Corrales en Veoguada Tv. El poeta entrevistado ha sido Luis Oroz. No sé si estoy muy de acuerdo con la respuesta, o mi supuesto desacuerdo simplemente se trata de una matización. Creo que la literatura nace del sufrimiento, del dolor, de la melancolía, de aquello, en fin, que sitúa al ser humano en el límite, de lo que le fuerza a una determinación inaplazable, de algún modo, a un giro en su propio devenir. Pero también estoy profundamente convencido, o al menos es mi experiencia, que justo en el instante del mayor dolor, cuando la herida más sangra, por decirlo de un modo gráfico, es cuando peor se escribe o no se escribe nada, porque ese sufrimiento inhabilita al poeta (al escritor en general) para usar su péñola, más allá de un mero apunte. Sólo si el daño no es irreversible para el corazón, o si, al menos, se ha conseguido una perspectiva suficiente sobre esa cicatriz, es cuando se puede afrontar su escritura, o, mejor dicho, cuando esa experiencia puede provocar el nacimiento de una obra literaria.
¿Se puede crear literatura desde la experiencia gozosa…? Ésta sería la cuestión que complementaría a la otra y dejaría las cosas en su sitio. En verdad no estoy seguro. Quizá lo más próximo sea la escritura desde una mirada de compasión, es decir, desde aquella visión del ser humano como una criatura que a pesar de todos los pesares posee cualidades y virtudes que conviene poner siempre de manifiesto y realzar, para que ese dolor, tristeza, amargura, angustia, sufrimiento, miedo, etcétera, no termine por conducir a la especie hacia el abismo.
Como siempre sucede en este programa, la entrevista ha sido fascinante: el atardecer septembrino de Madrid desde una alta azotea, las preguntas, el recitado de Luis, las respuestas, los versos acunados por el ruido de la ciudad, como una metáfora de la poesía, naciendo siempre de la propia realidad humana, de esas emociones a las que se referían tanto Luis como Paloma en varios momentos de la charla y el broche de oro, ese poema final recitado sobre la imagen del anochecer matritense mientras la luna encendía en plata su cielo.
Algunas veces uno piensa que la poesía tiene menos adeptos, porque se ha llegado a la conclusión de que no interesa a la gente. Siempre he creído que es al contrario, o sea que no interesa, porque no se le ofrece. Se da por supuesto que es un arte ajeno a la realidad, casi a espaldas de la vida, y por ello las personas huyen de los versos. Y en realidad es todo lo contrario. La poesía (cuando no es un castillo de fuegos artificiales) bebe y se nutre del fragor de la vida, porque se nutre del ser humano y el ser humano sólo lo es dentro de su propia existencia. Ni siquiera Buda logró vivir dentro de la campana toda su vida. También ocurre que la poesía, no sólo bebe de la vida, sino que es un manantial que puede ayudar a entenderla y que de hecho sitúa al lector ante la necesidad de reflexionar. Y esta es su virtud, su trampa y la razón por la que no se fomente más. El ser humano –como el resto del universo- tiende a la comodidad (o dicho según las leyes físicas, tiende a conseguir la máxima eficiencia con el menor gasto de energía), por tanto cuanto más esfuerzo exija una lectura, menos lectores se acercarán a ella. Y si, además, esto conduce a la conciencia crítica, entonces no interesa.
Interesan mentes menguadas, mentes sólo dispuestas a recibir y, como mucho, a reaccionar de un modo predecible, según una serie de estímulos que previamente han arraigado en nuestro ser.
Todo aquello que conduzca a la reflexión, a tomar un partido, a sentir la honda emoción de la existencia ajena como propia, es peligroso, más peligroso de lo que parece.
Creo que a eso mismo se refería Luis Oroz cuando afirmaba que la poesía sin emoción no es nada. Emoción en el sentido amplio de sentimiento, es decir, todo aquello que mueve al ser humano: la belleza, el dolor, la muerte, el amor, la injusticia, la ternura… Como he dicho en muchas ocasiones, nunca he podido entender un poema si no está anclado a la carne, si no es como un árbol enraizado en la tierra.
No hablo aquí de poesía social o cívica o de la experiencia, sino de algo bien distinto. Me cuesta trabajo imaginarme a los verdaderos poetas de la luz –siguiendo la terminología de Gamoneda- sin un pie firmemente asentado en la tierra. Otra cosa diferente es hacia dónde viajemos o qué mundos pretendamos crear, si es que se pretende crear un universo diferente. Pero eso es otra cuestión.
Decía Luis Oroz que escribe, que siempre ha escrito, por instinto. Si es así –y no seré yo quien lo dude-, este joven poeta es de la estirpe de los verdaderos poetas. De aquellos hombres y mujeres que sólo se explican a sí mismos y al mundo con la luz de los poemas. Un poeta, por así decir, de una pieza. Esa capacidad suya para almacenar en su memoria cada uno de los poemas que escribe, me parece asombrosa, probablemente, porque yo soy incapaz de recordar ni uno sólo de mis versos. Sí recuerdo la intención, recuerdo cómo y por qué nacieron, puedo recordar hasta el modo en que surgieron, pero si alguien me pide que recite de memoria, será un intento baldío. Él sí puede afirmar que tiene encarnada la poesía, que es carne de su carne y sangre de su sangre.
También ha dicho algo evidente, pero que quizá convenga destacar siempre que se pueda: el verdadero oxígeno del poeta es leer poesía. No hay otra manera. Y ha dicho más aún, el lector de poesía tiene tanta sensibilidad como el poeta, aunque no escriba versos. Si el lector no lee con la emoción con la que se escribe, es imposible que encuentre algo en los poemas. Siempre he sostenido, y cada día que pasa lo tengo más claro, que el poema sólo se completa, sólo existe en plenitud cuando es leído por alguien. Si esto es así con cualquier otro texto, con los versos cobra una hondura mayor, porque al no tratarse de un texto enunciativo, sino de algo completamente subjetivo (emoción hecha palabra), sólo cobra sentido con la complicidad del lector, aunque a veces el lector sólo sea el propio poeta.
¿Todo esto quiere decir que el trabajo del poeta simplemente consiste en abrir el grifo de la emoción y deja que corran, como gotas de agua, las palabras? Al contrario, cuanto más se escribe, más despacio hay que hacerlo, porque se trata de buscar el camino de la hondura o de la verdad. Y eso sólo se consigue con el trabajo tenaz y silencioso.
Tengo mucho que aprender sobre este asunto, tan impaciente como es uno. Decía Luis Oroz que la nevera es imprescindible. Yo utilizo otra comparación, el reposo del guiso. Bien lo sé con mis textos en prosa, pero también me lo tengo que aplicar con mis versos. He tenido múltiples ocasiones para haberme dado cuenta de esto, pero no aprendo, me sigue pudiendo esa impaciencia que, quizá también pueda confundirse con la ausencia de criterio. Me conformo demasiadas veces con dar a la luz lo que sólo es poco más que el esqueleto. Quizá aquí también se pueda aplicar aquello de ir despacio, porque se quiere llegar lejos. Sólo cuando el surco es bien hondo la semilla germina mejor y no muere a los primeros contratiempos.
En fin, como siempre me sucede con este programa y ya van unos cuantos desde el primero con Jaime Alejandre, me siento como un afortunadísimo aprendiz que gracias a la tarea infatigable de Paloma Corrales, una tarea que tiene que ver con una especie de exploradora de territorios poéticos, consigo adentrarme un poco más en este mundo.
Hoy he descubierto a un poeta joven, de aspecto atlético, con hechuras físicas de gimnasta, con ojos como carbón incandescente, con decir dulce y poseedor de una obra poética en la que el ritmo y las imágenes –quizá la esencia del lenguaje poético- son sobresalientes. Alguien de quien beber y nutrirse para continuar avanzando, para no desfallecer en esta tarea que ya sé –a pesar de mis reticencias antañonas- es la mía, aunque mi terruño sea pequeño y sus frutos sean escasos y demasiadas veces agraces, y cuando no, malogrados por el hielo o el pedrisco o la tormenta…