¿Qué quedará de estos tiempos dentro de unas décadas o de unos siglos? ¿Qué contarán de esta época convulsa que ahora vivimos y cómo lo contarán quienes pretendan hacerlo?
Uno quiere suponer, con su habitual dosis de inocencia, que los historiadores del futuro lo tendrán más fácil que los historiadores actuales cuando bucean en el pasado, pongamos que el siglo XV. Y sin embargo, como demuestran las constantes revisiones históricas de multitud de acontecimientos (no creo que sea necesario hacer enumeraciones), ni siquiera lo más próximo de nuestro pasado, incluso de nuestro presente, se cuenta de modo unánime. Uno a veces piensa que existe suficiente material documental como para que el futuro –aún el más remoto- posea suficientes datos para analizar y contar su pasado sin excesivas dosis de fantasía.
Y no, no es así.
Dentro de seis siglos –si es que el ser humano ha llegado hasta ese momento de la historia-, el siglo XX y el XXI serán tan complicados de analizar como lo son para nosotros los siglos XV y XVI.
Me hago estas reflexiones al hilo de la presentación de la novela La reina comunera, escrita por José García Abad y editada por la Esfera Libros. El acto ha tenido lugar en la librería Antares. Y si no hubiera sido porque ayer entré allí para comprar un libro, no me habría enterado.
Lo peor del asunto es que Blanca había pensado en uno para que hiciera la presentación de esta obra, pero parece que todo ha surgido con excesiva premura, y no se atrevió a pedírmelo sólo con una semana de anticipación.
En el sótano de la librería hay un espacio reducido y oblongo que se puede utilizar para este tipo de actos, que Blanca quiere revitalizar. Es un espacio pequeño, donde como mucho, y muy apretados, cabremos cuarenta personas, pero en la mayoría de los casos será más que suficiente.
Cuando me enfrento a una novela histórica, siempre me llama la atención, de modo muy poderoso, la capacidad de trabajo que ha tenido el autor o autora para documentarse. Una novela de este género sin documentación es un desastre. En realidad cualquier novela que hable del pasado que ya no corresponde al periodo de existencia del narrador necesita de documentación. Pero ciertos pasados más próximos parece que asustaran un poco menos.
No es cierto, y bien lo sé por mi experiencia, pero asomarse a las peripecias de personas que vivieron hace más de quinientos años y que sus andanzas, venturas y desventuras no tropiecen con anacronismos imperdonables es una tarea a veces desesperante. Tanto, que si no se cuenta con los medios y la preparación oportunas, algunas ideas hay que desecharlas para evitar males mayores. Al final, el escritor se convierte en una especie de historiador con capacidad de fabular, con la suficiente habilidad como para introducir, sin que rechine, la intrahistoria de sus personajes de ficción dentro de la historia real, la que sucedió entonces y, al mismo tiempo, con la pericia para que el libro no se torne un manual de historia y siga siendo una novela…
¿Pero qué historia sucedió? ¿Sucedió lo que nos han contado como nos lo han contado?
Es un aforismo reconocido por todos que la historia la escriben los vencedores, pero aún así, el historiador y el investigador son capaces de encontrar debajo de las piedras, por así decir, documentos, testimonios, vestigios que vienen a desmontar o matizar esa especie de titular escrito con letras de molde que la mayoría con una formación media (digamos un nivel de bachillerato) atesora en su memoria. Por ejemplo: Juana de Castilla, hija de Isabel y Fernando –los Reyes Católicos-, esposa de Felipe el Hermoso y madre de Carlos I, estaba loca. De hecho todos la estudiamos como Juana, la loca. Sin embargo, desde el Romanticismo hacia acá, creció una corriente que pretendía demostrar la falacia de dicha verdad reconocida desde la propia época en que Juana de Castilla fue encerrada en Tordesillas. Mucho se ha escrito y se ha debatido sobre el asunto. Mucho más se escribirá aún. Habrá argumentos para tirios y troyanos, y será difícil dar con la verdad exacta, porque, probablemente, la verdad no sea sencilla. Que los celos carcomieron su corazón, es un hecho, como le sucedió a su abuela, e incluso a su madre; pero que estos celos no le impidieron mantener la lucidez en el resto de asuntos, también parece probado. De hecho, nunca las cortes de Castilla se atrevieron a incapacitarla formalmente, a pesar de las habladurías de calles, zocos y tabernas. Que el escepticismo propio de una mujer mucho más culta que la mayoría de personas de su época, le hizo caer en momentos de desidia y que su afán por el gobierno de las cosas públicas era más bien escaso, cierta abulia similar a la que dicen que sufría su tío Enrique IV –otra historia que sería apasionante aclarar, incluyendo en ella el hipotético golpe de estado que dio su hermana Isabel-, también parece probado. ¿Pero por esto se le puede llamar loca, y que pase a la historia con este estigma en su haber?
¿Fueron las Comunidades un intento de vuelta al feudalismo, frente a la modernización que supuestamente traía a Castilla Carlos de Austria, o, por el contrario, fueron la primera revolución burguesa europea, cien años antes que la inglesa o doscientos antes de la francesa? Fueron derrotados en Villalar, por tanto es una hipótesis de difícil demostración, pues los decapitados no tienen modo de expresarse, y los seguidores que quedaron con vida, hubieron de callar, para evitar correr la misma suerte.
En estos senderos se mueve la novela, y en estos vericuetos ha tenido que entrar el autor. En el coloquio le he preguntado cómo es posible que un escritor-investigador-historiador de nuestra época tenga acceso a datos que no se corresponden con la historia oficial. Y entonces hemos descubierto que aún quedan diseminados en archivos, copias de los famosos sueltos o avisos, algo así como los antecedentes lejanos de nuestros periódicos de hoy. Legajos que se imprimían sólo cuando sucedía algo relevante, y que eran escritos, no por los cronistas oficiales, sino por otros cronistas a quienes estaban suscritas algunas personas que sabían leer y escribir (las menos). Y hemos descubierto que la censura siempre ha existido y que muchos escritores la han sabido burlar con imaginación e inteligencia, la misma que necesitan los lectores para saber leer entre líneas.
No existía Internet, ni siquiera había periodismo de investigación, o simplemente periodismo; pero desde siempre ha habido personas que se han afanado por investigar lo que sucede a su alrededor y contar lo que ven, no lo que los cronistas oficiales dicen que ha sucedido…
Al final del acto he tenido la oportunidad de saludar al editor, al representante, al distribuidor y al autor, en presencia de la librera…
Toda la cadena del camino que lleva un libro desde la mente del escritor a las manos del lector en el mismo espacio. Y todos quejándonos, con ironía y desenfado, de lo nuestro. Cada uno de lo suyo. No sé José García Abad, pero yo, como he sufrido y sufro parte de los escollos a los que se enfrentan los editores y los distribuidores, puedo comprender que cada paso es una complicación, un riesgo, casi una aventura.
Escribir un libro es un proceso lento, a veces sorprendente, a veces gozoso y en otras ocasiones doloroso. Es evidente que sin el escritor el resto del engranaje no entrará en funcionamiento, pero tal y como está montado todo este tinglado –al menos hasta la irrupción del mundo cibernético-, un manuscrito –por fantástico que sea- sin editor es papel mojado. ¿Qué hubiera sido de Cien años de soledad sin Carmen Balcells, por citar un ejemplo casi paradigmático?
A veces es conveniente que uno –en tanto que autor- se haga determinadas reflexiones, porque al final si son nuestras letras –cuando éstas merecen la pena- el inicio de todo el proceso, el resto de pasos (o casi todos) son imprescindibles. Otra cosa, pero a estas horas no me apetece ni siquiera pensar en ello, es que cada tarea tenga la relevancia que el prorrateo de beneficios parece indicar.