Cómplices

Miércoles, 12 de octubre de 2011

Se cierra lentamente la cortina de luz de este día. Sólo en el poniente, el cielo parece una llama casi líquida… Hemos podido aprovechar esta jornada hialina como un diamante recién pulido, dejándonos llevar por los minutos, sin más pretensiones que las de vivir tranquilos, sin más expectación que la de gozar de un presente que se nos ha regalado una vez más.
A la hora en que esos dedos invisibles de la aurora espolvoreaban los colores de las cosas, ya estaba sentado ante esta pantalla –esta especie de papel virtual donde voy dejando mis pensamientos, sueños o ideas en forma de palabras-. Durante unos minutos me hubiera gustado contener la respiración, para que ni siquiera el ruido de mi hálito distrajera de su tarea al alba, pero entonces me hubiera perdido ese espectáculo, esa caricia hecha con dedos empapados en zumo de limón y rosas que iba resucitando cada teja, cada piedra, cada ladrillo, cada capitel, cada torreón, cada arco, cada árbol, cada antena, cada vivienda, cada centímetro de asfalto.
Ahora, doce horas más tarde, me dejo llevar por el final del espectáculo. Como si el carruaje de la noche, tirado por invisibles corceles acercase la cortina pavonada que hoy traerá en su manto una inmensa moneda plata, refulgente luminaria de la noche.
También me gustaría dejar de respirar, que el sonido de mi expiración e inspiración no distraiga el trabajo del universo; pero ahora estoy más justificado. La ciudad –aunque sea tan pequeña como Segovia- vive y bulle. El tráfico –más denso de lo que se podría imaginar para un festivo- troquela el aire sin delicadeza. En las calles más céntricas –las que acabo de dejar- se mezclan los turistas que han cazcaleado por nuestras calles con los segovianos que hacen su paseo de domingo, vestidos de domingo (esto es lo que tienen las ciudades levíticas y pétreas), en mitad de la semana. El sol es un rescoldo apenas rosado que se va apagando, no por el frío, sino por el cansancio.
Sabemos, y es comentario general en todas partes, que hace falta que llueva, pero son tan hermosos estos días tan azules, tan intensos, tan cálidos, tan acogedores, tan llenos de vida.
Habrá habido dolor en muchos sitios, como cada día, pero hoy dejadme que me fije en la inmensidad y en la hermosura de una jornada que está a punto de encender las bombillas de la noche. Porque, probablemente, sea de las últimas que se pueda considerar casi veraniega, cuando según la astronomía, el otoño llegó a este hemisferio hace tres semanas.
Quizá en esta fecha se debiera escribir de otras cosas, pues ciertos días llevan en sus hombros una mochila con multitud de efemérides de las que se puede hablar, criticar, halagar… Pero acaso, lo más importante de hoy, es que continúa la vida y puedo contarla desde mi mirada hipermétrope de un modo determinado, de un modo que tantos entienden y comparten.