Cómplices

Lunes, 3 de octubre de 2011

Desde que me recuerdo me gusta el fútbol. Desde que tengo memoria de mí mismo, este juego ha ocupado parte de mi tiempo. Quizá sea un poco exagerado hablar de fútbol, quizá convendría hablar de patear pelotas de trapo, piedrecitas, castañas, alguna pelota de goma…
En la cocina de casa, pequeña y cuadrada, iluminada por un dedo de luz vespertina, hacíamos un rebujo con una hoja de periódico o de cuaderno, y organizábamos tremendos enfrentamientos entre mi hermano Mariano y yo. Ya más creciditos, en la plaza que hay al lado del Acueducto, con otros cinco o seis amigos, organizábamos partidillos. Los útiles no eran los más adecuados, pero no nos importaba… Con las carteras en que guardábamos los trebejos de clase (entonces no se llevaban las mochilas) o con alguna prenda de vestir (jersey o trencas) marcábamos los postes de las dos porterías. Echábamos pies para formar el equipo. Y después teníamos que elegir el ‘esférico’ más adecuado: una piedrecilla lo más redonda posible y no muy grande. También había otra variante más tranquila. Sobre la mesa verde-azul de la cocina extendíamos los cromos que nos habían sobrado de la colección anual. Cada uno con un equipo siempre jugando un arriesgado y suicida 4-3-3. Una bolita de papel hacía de balón… Casi siempre perdí. Casi siempre perdía a todo, pero me divertía un montón. Pasaban las horas como pasa el agua del río, tan lenta, tan continua, tan refrescante, tan nutricia… Y así podría continuar rememorando pequeños recuerdos que han ido jalonando todas estas décadas de mi vida: los partidos un poco más serios de los recreos en el patio del colegio Claret, aquella vez que arbitré un partido en unas fiestas colegiales, o, mi más alta cima en este campo: el arbitraje de un partido entre monitores y alumnos de un curso de inglés, partido celebrado en Munguía, (Vizcaya), donde todos protestaron con igual intensidad mis decisiones quizá arbitrarias, nunca mejor dicho.
He visto, como aficionado, éxitos futbolísticos que no creí pudiera ver, copas de Europa de mi equipo (el Real Madrid) y de nuestra selección, y hasta una copa del Mundo, trofeo sólo reservado para Brasil, Alemania, Italia o Argentina… He llegado a escribir algún relato con el fútbol como protagonista, como recuerdo.  He llegado a escribir algún relato con el fútbol como protagonista, como recuerdo. Incluso uno de mis libros inéditos, Azul de ocaso, es una crónica a modo de diario del Mundial de Fútbol de Alemania 2006.

Y sin embargo, aunque siendo viendo partidos de fútbol me parece que su función opiácea está creciendo en nuestra sociedad desmesuradamente.
Se han encontrado en el camino dos avaricias irrefrenables, imparables. Entre las televisiones y los dirigentes van a acabar con la verdadera afición, con el verdadero sueño. Porque una porción no pequeña de la población ha crecido con el fútbol como parte de su vida. Algún mercader sagaz comprendió que si pedía dinero por tener fútbol en casa, muchos lo pagarían. Y lo pagan. Pero no un partido a la semana. Todo está pensado para que durante casi todos los días haya al menos un partido de fútbol que llevarse a la boca. Es como si se hubiera convertido en el pan diario, en la vitamina imprescindible. Y los fines de semana llega el paroxismo: de los diez partidos que forman una jornada en la primera división española, se pueden ver en horarios diferentes entre sábado y lunes hasta nueve.
Es cierto que nadie obliga a hacer lo que no se quiere. Es bien fácil elegir otras posibilidades, pero ahí está la tentación. Otra más. La tentación y el bombardeo estudiado, cuidadosamente elaborado por expertos.
Estamos en manos poderosas. Pocas veces como ahora se perciben las alianzas de los que sólo entienden esta afición como un modo más de hacer negocio.
Es difícil, pero a este paso conseguirán matar a la gallina de los huevos de oro. Los clubes de fútbol –gigantescos especímenes de generar deuda- han emprendido una carrera hacia delante que nos lleva al precipicio, y en este sendero se han encontrado con un aliado inesperado: las plataformas digitales de televisión, quienes han encontrado en este juego-competición-deporte-espectáculo el salvavidas a su iniciativa empresarial que, de otro modo, se iría al garete, simplemente.
Quizá fuera lo mejor, volver a esas épocas en que el fútbol era una tarde de domingo pegado a la radio y un partido, hacia las ocho de la tarde.
Lo demás, todo lo demás, no es deporte, ni afición, sólo es negocio, vil negocio que, además es potenciado y tolerado desde otras instancias, en principio ajenas al asunto, porque viene bien para el entontecimiento generalizado, para extirpar con este espectáculo contemporáneo la capacidad de análisis, la preocupación por lo que importa…
Llegar un lunes a la puerta de la oficina o al bar a la hora del café, es la prueba evidente de lo que digo.
Hoy no se hablaba del corredor de la muerte de la prisión de Juba, capital de Sudán del Sur, donde un joven de catorce años espera la hora del perdón o del ahorcamiento; tampoco se habla de las manifestaciones contra Wall Street (verdadero epicentro del cáncer de nuestra civilización) en el Puente de Brooklyn que llevaron a setecientas personas a la cárcel, ni siquiera de se hablaba mucho de las propuestas (algunos dirán ocurrencias) de Rayoy o Rubalcaba…
Hoy se hablaba de los tres goles de Higuaín en Sarriá, de lo mal que lo pasó el Barça en Gijón, de la machada del Levante o de la inoperancia del Atlético de Madrid.